I Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Mateo 4, 1-11: En esta esquina…la tentación…en esta otra…Cristo

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

¿Se pueden tomar en serio las tentaciones del desierto sufridas por Cristo en el desierto? ¿No fueron un teatrito, un escenario muy bien montado por los Evangelistas? ¿No son a lo mejor una representación de las muchas tentaciones sufridas por Cristo en toda su vida? Habrá que ser sinceros y afirmar que muchas cosas sobre las tentaciones nunca llegaremos a saberlas, pero lo que sí es cierto es que ocurrieron, y no ocurrieron sólo porque sí, pues tenemos que caer en la cuenta que no fue Cristo el de la iniciativa, sino precisamente el Espíritu Santo de Dios el que encaminó sus pasos al desierto, lugar de austeridad, de recogimiento, de viaje al interior del corazón, lugar de búsqueda, de decisión y austeridad, de encuentro con uno mismo y con Dios, lugar de discernimiento, lugar de misericordia y de amor. El Espíritu Santo que acompañó a Jesús desde el momento de su Concepción en el seno de su Madre, el mismo que lo lleva al monte de la Transfiguración, el que lo conduce y alienta en el huerto de Getsemaní, y el que lo orienta al monte Calvario, él mismo lo alienta y lo sostiene en pleno desierto. Cristo no se opuso. Era el momento de probar su amor al Padre, su seguimiento y su docilidad. Era el momento del ejercicio,  en que su alma, su corazón y su mismo cuerpo saldrían templados, como la espada después de haber pasado por el fuego. Es algo que a nosotros nos falta, ir al desierto, ir al interior de nosotros mismos, sentir como Jesús lo sintió, la fuerza de su Espíritu Santo que tan manifiestamente se decidió por él en el momento del bautismo. No estamos solos, también se nos ha dado en nuestro propio bautismo. Tenemos al Espíritu Santo, pero a lo mejor no lo sabemos, y por eso somos vencidos no digo en pleno desierto, sino en cada esquina de nuestra vida.  

Todavía, permítanme insistir en la idea que llevamos, si el Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto, lo hace porque su “gallo” ya está caladito, no va a experimentar, lo estuvo ejercitando durante 30 años en la intimidad, el silencio, la convivencia, la oración callada, la plácida comunicación con sus padres, la pobreza sin aspavientos de su hogar, todo esto fue preparando a Cristo para enfrentarse al “adversario”, a su oponente, al demonio, al tentador, a Satanás, y no en un ejercicio de calentamiento, sino en una pelea a muerte, o mejor una pelea a vida, porque ahí se jugaría el destino de la humanidad. Si el primer hombre, Adán, perdió la batalla y el combate, si sucumbió por inexperiencia, nunca más volvería a ocurrir, y Cristo enfrentado en la lucha, triunfaría también para gloria de nuestra humanidad. Si Cristo triunfa, también nosotros podremos. Intentémoslo. 

Quiero aventurar la idea de que esas tres tentaciones de Cristo no fueron las únicas, Cristo tuvo que librar muchas batallas y oponerse a todos los que querían apartarlo de su camino, de su misión y de su respuesta llena de amor al Padre, al Buen Padre Dios. Cristo fue tentado por todos, en los caminos y en las ciudades, por sus apóstoles y sus discípulos, por el pueblo, por las autoridades civiles y religiosas, en el huerto de Getsemaní e incluso ya en lo alto de la cruz. San Juan Bautista mismo presionaba de alguna manera para que Cristo se convirtiera en un profeta de palabra dura, austera y sin piedad. Sus mismos familiares también quisieron apartarlo del camino, juzgando muy a la ligera que estaba loco.  

Todavía antes de entrar brevísimamente a contemplar de cerca el momento de las tres tentaciones, digamos que nos sorprende y muchísimo el conocimiento que el demonio tiene de la Sagrada Escritura y el uso torcido, sucio y mal intencionado que hizo para pretender conseguir sus intenciones. ¿Porqué nosotros no conocemos mejor las Escrituras? ¿Por qué tiene que tomarnos la delantera el mismo demonio? ¿Porqué no las usamos como pan, como fuerza, como aliento, como sostén para nuestra propia vida? ¿Porqué tendrán que escribir sobre nuestra propia lápida: “aquí descansa fulanito de tal, católico, apostólico y romano, que nunca leyó ni una sola vez la Sagrada Escritura ni siquiera un Evangelio completo”?  

Pasemos así a los tres encuentros: Primera tentación. Cristo no ha probado alimento, el desierto es agotador, la desolación es sin igual y la invitación es sugerente, como toda tentación: “Dí que estas piedras se conviertan en panes”. No se lo hubieran dicho. No era ese su momento. No estaba para andar comiendo y saciando el estómago cuando veía la miseria de tantas gentes que hacen obligados un ayuno continuado de toda la vida. Ya llegaría el momento, y entonces saciaría a las gentes hasta el cansancio, hasta provocarles a que lo eligieran como rey porque él si sabía como alimentarles y gratuitamente. Pero ni eso era lo que pretendía Jesús. Llegado el momento, él mismo se convertiría en pan, el único pan que a los hombres les falta, que  robustece, el que llena, el que alegra, el que nutre y el que salva. Y la respuesta fue clara, tajante: “Recuérdalo, no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Y nosotros empeñados en que sí, en tener todo lo necesario, en saciarnos hasta el cansancio, hasta volvernos gordos, fofos, panzones, enfermizos, pero vacíos, sin Dios y sin sentido, sin rumbo, sin destino, sino nuestro propio vientre saciado hasta el infinito.

Y viene el segundo encuentro. En lo alto del templo, donde estaba predicho que el Mesías se mostraría espectacularmente, para vencer de todos los enemigos, para poner a Israel en la cumbre de todos los pueblos, el Mesías triunfalista: “Si eres el Hijo de Dios, échate para abajo…” muéstrales que tú puedes, que tú puedes lograr lo que Dios te ha encomendado, que tú tienes todo para triunfar y poner a los pies de tu Dios la misión, pero con trompetas, con gloria, con aleluyas, sin cruces tontas y sin entregas ilusas, sin derramamiento de sangre, sin una pasión que a nadie convencería. A su tiempo, Cristo metería el hombro a todo el que se acercara a él y usaría su poder para curar a los hombres heridos, llagados, ciegos, cojos, sordos, leprosos, pero sin ostentación, casi como avergonzado: “Vete y no le digas a nadie…” Y como una grave sentencia, vino la respuesta de Cristo: “No tentarás al Señor tu Dios”.  

Finalmente vino el asalto total, esta vez en otro monte alto, donde el adversario le muestra a Cristo toda la riqueza, el poder, la ostentación, pero él no se acordaba seguramente de que Cristo era campeón de las montañas y que si bien en una montaña sería vencido, en otra montaña ascendería para llevar a todos los hombres al Reino de su Padre Dios. “Póstrate… todo esto será tuyo…”. Dios tiene que estar a tu cuidado, él te dará cuanto necesitas, pero comparte conmigo… cuántos hombres han sucumbido, han dicho que sí al espejismo del poder, del dinero, de la ostentación, del dinero fácil, y han amanecido tirados, muertos en cualquier banqueta, o con su cabeza cortada como una advertencia a quienes no se someten a ese mundo terrible del narcotráfico. Ármate de valor, no transijas con el mal, grita como Cristo: “Retírate, Satanás, porque está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él sólo servirás”.