II Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Mateo 17, 1-9: ¿Necesitaba Cristo un aliado contra el demonio?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

En el silencio y la soledad del desierto, con la triple duda  retadora y despiadada del Demonio hacia Cristo: Si tú eres el Hijo de Dios…  ha sido inaugurado el tiempo de Cuaresma de los cristianos. Y si bien la respuesta de Cristo fue clara a todas luces y dejó al tentador fuera de la jugada, con un triple gol en su contra, era necesario que alguien de fuera de la cancha saliera en defensa de Cristo. Y es precisamente el Buen Padre Dios el que sale al quite de Cristo afirmando rotundamente: “Sí, éste es mi Hijo”.

 

Invito a mis lectores a que me sigan y poder contar en qué circunstancias el Padre Dios nos hizo presente su amor y su cariño al admirado Jesús de todos los tiempos.

 

Comencemos diciendo que Cristo fue un incomprendido de todas las gentes. Nadie entendió en vida su mensaje. Ni su Madre, que convivió con él treinta años, ni sus parientes, ni las autoridades civiles y religiosas, ni siquiera sus discípulos que habían sido llamados para estar con él, para instruirlos y para enviarlos a predicar el mensaje de la salvación.  Menos lo entendieron cuando les anunció, a ellos, a los apóstoles, gente sencilla de la Galilea del Norte, que cuando subieran a Jerusalén lo matarían, lo condenarían, lo harían trizas, pero que su Padre lo resucitaría al tercer día. Les estaba contando cuentos chinos. Al grado que Pedro, su querido Pedro, su sucesor, haciéndose eco de las tentaciones del Demonio en el desierto, le dijo que eso no le podría ocurrir a él mientras sus cuates estuvieran con él. Cristo tuvo que apartarlo vigorosamente con su derecha mientras le decía, apártate de mí Satanás.   Era demasiado para sus cabecitas, por eso Cristo necesitaba darles un fuerte impulso para cuando la negra, negrísima noche que se avecinaba sobre su vida, les cayera encima. Un día invitó a Pedro, Santiago y Juan a subir a una  montaña que tradicionalmente se ha identificado con el Monte Tabor. A grandes zancadas como era su costumbre, dejó atrás a los tres discípulos invitados, y cuando llegaron a la cumbre, con un silencio interrumpido sólo por el canto de los pájaros y el ulular del viento entre los árboles, ya Cristo estaba en una profunda oración. Y ahí ocurrió una escena que ha sido inspiración para los grandes pintores de la antigüedad. En ese ambiente de oración, Jesús cambió de aspecto, no hay palabras para describir lo que los apóstoles contemplaron. El rostro de Cristo se volvió luminoso y sus vestiduras adquirieron una blancura que las más altas nubes nunca tuvieron. Al mismo tiempo, ocurrió que aparecieron dos personajes que eran columnas del Antiguo testamento y del pueblo Hebreo, conversando con Jesús precisamente de su próxima pasión. Pedro seguía sin entender nada, porque sintiendo que ahí estaba todo lo que él quería, Moisés y Elías, su pasado, sus tradiciones, sus esperanzas y sobre todo Jesús a quién había dado toda su adhesión, la realización de sus esperanzas, juntos su pasado, su presente y su futuro. Y todo sin tener que romper con nada, y sin arriesgar nada, propuso que se construyeran ahí mismo tres chozas para prolongar por todo el tiempo si fuera posible aquel momento y aquella visión. Por supuesto que no hubo respuesta, era otra tentación que habría que añadir a las que Cristo sufrió.

 

Y  es la misma tentación que aqueja a la Iglesia cuando quiere mirar el mundo desde arriba, desde sus laureles, desde sus glorias, desde su pasado, sin enlodarse los pies con las miserias de sus hermanos los hombres, sin embarrarse de lodo de los caminos de los hombres,  sin compartir el polvo que dejan los vehículos de los poderosos que pasan raudos y veloces sobre los pobres infelices, sin compadecerse de los pobres hombres que ahora son usados en sus cuerpos muertos para escribir letreros incitando al silencio, al miedo a la mordaza que los poderosos y narcotraficantes quieren imponer.

 

Pero para nuestro intento, todavía el momento daba para más, pues cuando  que Pedro pronunciaba sus balbuceos, una nube luminosa cubrió a Jesús y a sus acompañantes, y desde dentro de ella, una voz grave, pausada, cantarina, melodiosa y profunda pronunció: “ESTE ES MI HIJO AMADO, EN QUIEN TENGO MIS COMPLACENCIAS. ESCÚCHENLO”.

 

Ésta fue la respuesta del Buen Padre Dios a la incitación del Demonio, a sus dudas y a sus asechanzas, pero es la voz clara, palpable, luminosa, para los hombres que vamos en camino, que tenemos nuestras dudas, que vamos caminando difícilmente por los caminos de la fe. Es la voz del Padre que nos llama a la Esperanza, al Amor, a compartir nuestra vida como Cristo lo hizo con nosotros, a transfigurarnos con nuestra acción y nuestro compromiso ante los que nada tienen, a los que han sido marginados, a los que son ignorados, a los que han sido echados fuera por el progreso y la tecnología.

 

Los apóstoles entonces sí quedaron llenos de un gran temor que les hizo caer al suelo con la frente en tierra. Era demasiado para ellos. Contemplar el rostro de Dios es inaudito y ellos habían sido testigo de aquella visión que los alentó cuando Cristo fuera puesto en la cruz y lo vieran bajar a la tumba fría.

 

No sabemos cuánto duró aquello, pero cuando terminó, Cristo sintiendo lo terrible que había sido para sus apóstoles aquél momento, se acercó a ellos, “LOS TOCÓ”, con la delicadeza, con el amor, con la predilección con que él tocaba a los enfermos, a los leprosos, a los ciegos, a los cojos, a los pecadores, a los muertos, y los levantó, invitándoles a bajar con él de la montaña para seguir con la entrega de cada día, enfrentándose mientras tanto a su trágico destino, mientras llegaba el momento luminoso de su Resurrección. La invitación a bajar era clara. Su misión estaba en el mundo, entre los hombres. La misión de la Iglesia está también en el mundo al que hay que salvar. El templo es la ocasión, la reunión, la presencia del Espíritu Santo de Dios, los sacramentos de la fe,  el compromiso de los cristianos, pero la misión está en el mundo.

 

Si no quisiéramos darnos cuenta de esto, bastaría que consideráramos muy detenidamente y casi con lupa,  el  número 148 del Documento de los Obispos de America reunidos en el mes de mayo próximo pasado.  Atiendan bien  porque estas palabras son fuego, son dinamita, son una avalancha incontenible:

 

“Al participar de esta misión, el discípulo camina hacia la santidad. Vivirla en la misión lo lleva al corazón del mundo. Por eso, la santidad no es una fuga hacia el intimismo o hacia el individualismo religioso, tampoco un abandono de la realidad urgente de los grandes problemas económicos, sociales y políticos de América y del mundo y,  mucho menos, una fuga de la realidad hacia un mundo exclusivamente espiritual”.