III Domingo de Adviento, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Is 35, 1-6a.10
Salmo 145, 7-10
St 5, 7-10
Mt 11, 2-11

1.- La liturgia tiene hoy un denominador común: La alegría. No se trata de una alegría barata. No se puede comprar por unas horas, por un puñado de dinero. No tiene que ver con la diversión, el entretenimiento o el placer. Se trata de prepararnos para la llegada de Alguien que nos ama, que nos liberará de todo lo que nos oprime: El dolor, la enfermedad, el pecado, la injusticia y la muerte.
Contra todos esos profetas de desgracias que oímos todos los días a través de los medios de comunicación, Isaías declara, en nombre de Dios, que si el Señor viene es a llenarnos de alegría, a hacer florecer todo lo desierto, a fortalecer cuanto es débil, a devolver la vida a todo lo muerto. La razón secreta de toda esta liberación está en que “Dios viene en persona”.
Todo lo que María canta en el “magníficat”, y que será programa en la vida y misión de Jesús, aparece aquí anunciado por Isaías como el desquite que Dios trae con su presencia plena. Lo que Isaías anunciaba como señales de la presencia del Mesías, Jesús dice que sucede en sus oraciones y palabras.


2.- El apóstol Santiago nos dice dos cosas bien importantes: Tened paciencia hasta la venida del Señor. El, el Señor, viene a poner remedio a cuanto nos aflige. Y añade: La venida del Señor está cerca como quien espera un cambio en el que los criterios de valor acostumbrados –el poder del dinero, la fuerza del poder, etc. – van a ser desechados y sólo
tendrán vigencia los criterios de Dios: El amor como valor absoluto y decisivo, la justicia y la paz como fruto del amor.


3.- Entre los que escuchaban a Jesús en ese momento había algunos esenios, que eran los israelitas que se habían retirado a vivir en la región de Qumram y que nosotros sabemos que escribieron los rollos del Mar Muerto. Ellos debían haberse sentido aludidos directamente por Jesús y ofendidos. Jesús incluye entre las señales, como beneficiarios de su
“buena noticia”, a todos los que los esenios segregaban de su comunidad y añade, como la más importante el que se les anuncia la “buena noticia” a los pobres. “¡Y dichosos el que no se sienta defraudado por mí!”. Ser pobre era, para la gente de la época de Jesús, una manifestación clara de que sobre ellos, los pobres, pesaba una maldición de Dios. La pobreza era vista como una manifestación exterior del pecado interior y, por ello, de estar lejos de Dios.
Jesús dice exactamente lo contrario; lo contrario de lo que pensaba la mentalidad popular farisaica y lo contrario de lo que decían y pensaban los esenios. El, dice Jesús, es el Mesías porque hace todo eso que se esperaba que hiciera el Mesías, pero no es el Mesías que esperaban los fariseos o los esenios, por eso agrega lo de los pobres-pecadores. La frase de Jesús debe haber tenido un sentido bien especial para el Juan Bautista que parece haber sido seguidor de los esenios por lo menos por algún tiempo, y que es tan duro con los fariseos.


4.-
Jesús declara bienaventurado a Juan y dirá inmediatamente después cosas todavía mucho más elogiosas. Según Jesús, y esto es palabra de Dios, entre los nacidos de mujer no hay ninguno más importante que Juan Bautista, pero los que pertenecen al Reino de Dios, por ser carne de la carne de Jesús, son mayores que Juan. Es la importancia de la
pertenencia al Reino, cuerpo de Jesús, la que se recalca.
El que forma parte del Reino de Dios es profeta y más que profeta, puesto que es más que Juan Bautista. Desde luego, el Evangelio no escribe ni una sola palabra para hablarnos expresamente de Juan Bautista, sino para hablarnos de la “buena nueva” del Reino, que se ha realizado y proclamado en Jesucristo.
Cristo responde de modo semita con una precisa referencia a los oráculos de Isaías. “Mirad a vuestro Dios”. El desierto es el mundo que Dios no ha visitado todavía; pero ahora Dios viene. El anunciado ya ha llegado, viene a decir; pero añade algo más: hay que reconocerle por sus obras más que por sus palabras. Y las obras que Cristo enumera ante los
discípulos de Juan son obras de liberación salvadora: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva”. El hombre es ciego, sordo, cojo y mudo, cuando todavía no ha sido visitado por Dios.
Pero ahora los sentidos se abren y los miembros se sueltan. Los ídolos que adoraban en lugar del Dios vivo eran, tal y como nos los describen los salmos y los libros sapienciales, ciegos, sordos, cojos y mudos, y sus adoradores eran semejantes a ellos. Pero ahora “vuelven los rescatados del Señor”. Son liberados de la muerte espiritual y renacen a la
verdadera vida.
Juan, el hombre más grande de los nacidos de mujer, aprendió bien la lección. Algo que también nosotros debemos aprender: Cuáles son los caminos de Dios y las presencias de Dios.