IV Domingo de Adviento, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Is 7, 10-14
Salmo 23, 1-6
Rm, 1-7
Mt 1, 18-24

1.
Escuchamos hoy el oráculo de un ángel y el mensaje de un sueño.
Sueño y ángel son, para la Biblia, como heraldos que nos traen una noticia solemne de parte de Dios.
Los evangelistas al transmitirnos las historias de la infancia de Jesús pretenden no contarnos a modo de reportaje piadoso lo que paso los primeros días del nacimiento del niño, sino anunciarnos lo es y significa Jesucristo en nuestra vida.
El que en Jesús se cumpla, según el evangelio de Mateo, lo que Isaías anunciaba muchos siglos antes, es lo que ha llevado a la primera lectura ese trozo del profeta. Aquí se recoge un anuncio que es “anunciación”, una señal salvadora escogida por Dios mismo. El gran anuncio que se dijo ocho siglos antes de Cristo tuvo una realización sorprendente. “La Virgen concebirá y dará a luz un hijo... Dios-con-nosotros”. No podía sospechar Isaías cuánta verdad encerraban sus palabras.
Así son las señales de Dios: Sencillas, vivas, palpitantes. No son grandiosas, asombrosas. Dios nos ofrece como señal una joven embarazada y después un niño en la cuna.
La señal, desde luego, no es María o su virginidad, sino Jesús. Jesús es señal segura de que Dios ya ha empezado a reinar entre nosotros y de que, por lo mismo, nada ni nadie puede impedir definitivamente que algún día Dios reine plenamente en la realidad de nuestro mundo y universo.


2.
San Pablo, en la carta a los cristianos de la ciudad de Roma, nos habla de Jesús como el “evangelio”, la “buena noticia” de parte de Dios.
Jesús mismo es el Evangelio, la “buena nueva”. Es a Él al que debemos anunciar.
Ese hombre que suscita la fe mesiánica es como todos los hombres; y a la vez muy diferente de todos los hombres. Es hijo del hombre e hijo de Dios. Tiene detrás un árbol frondoso de raíces profundas.
Según los que sólo ven lo que entra por los ojos, dice Pablo, Jesús es un descendiente de la familia de David. Según los que están llenos de la luz de Dios, el Espíritu Santo, Jesús es Hijo de Dios, resucitado, colocado por Dios mismo como Señor del universo.

3.
En la Sagrada Escritura no se escribe ni una sola palabra para revelar algo acerca de san José, el hombre justo, sino sobre Jesús. Pero la Sagrada Escritura nos habla de José para hablarnos de Jesús, y lo que nos dice acerca de José es verdaderamente espléndido.
Se nota enseguida que era un hombre bueno, que era un santo. Tiene perfume de humildad; se define siempre por la relación con su esposa y con su hijo. No le gusta el protagonismo, sino el trabajo sencillo y el servicio oculto.
José tenía la luz de la fe. Se fía de las personas y se fía de la palabra de Dios, aunque no la entienda. Esta fe le lleva, como a María, a una obediencia difícil y comprometida. El problema de José, dice el Evangelio, no era el que por ser justo no quería hacer nada contra María, a pesar de que sabía perfectamente que no era él quien la hubiera embarazado; su problema, más bien, era que siendo justo, o sea: A pesar de serlo, no quería hacer lo que la Ley de Moisés le mandaba hacer contra ella. Los rabinos mandaban que él fuera el primero que la denunciara y el primero que arrojara las piedras necesarias para lapidarla por adúltera. Los compromisos de María como comprometida en matrimonio con José,
eran exactamente los mismos que los de un matrimonio.
Indirectamente, el relato evangélico nos dice que José prefirió que creyeran que él era el padre de ese niño y que se había negado a asumir sus responsabilidades, que denunciar a María, como le mandaba la Ley.
José amaba de verdad a esa mujer. Este amor por encima de la Ley hace que José pertenezca plenamente al Nuevo Testamento; es ya un justo según la mentalidad de Jesucristo.
La redacción de este trozo evangélico corresponde al deseo expreso de revelar desde cuándo la fuerza de Dios, el amor, el Espíritu Santo, llena a Jesús. El relato nos revela que Jesús está lleno de la fuerza de Dios desde el nacimiento, desde la concepción, nos revela que El había sido concebido por el Espíritu Santo en el seno de María. Y este signo es protección y victoria.