II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Is 49, 3,5-6
Salmo 39, 2-10
1Cor 1, 1-3
Jn 1, 29-34


1. El dedo de Juan que señala la llegada del protagonista, representa el símbolo de los límites en que debe situarse todo testimonio. “Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis”. El Mesías Jesús está entre nosotros, en nuestra vida, en nuestra historia, pero de manera oculta. hay, pues, que descubrirlo y mostrarlo porque si no pasa desapercibido.
El verdadero testigo no es nunca pesado, asfixiante, absorbente, sino que hace sitio a los demás.
Cede el puesto a otro.
Concede espacios de libertad a los otros.
Hoy el mesías sigue oculto y, por tanto, siguen pululando los falsos mesías. En ese sentido seguimos un Mesías patente, victorioso, eficazmente liberador. Nos parecemos de algún modo a los judíos. Ellos en sus cenas pascuales todavía dejan una silla vacía y una puerta abierta.
Esa forma velada de presencia mesiánica y esa incumbencia nuestra de desvelarla y revelarla, puede hacer posible el equívoco y el malentendido; es decir, el que muchos confundan al verdadero Mesías con otros mesías... falsos.

2.
Jesús es el siervo preferido de Dios que ha sido “ungido con la fuerza del Espíritu Santo” que descendió sobre él (Crisma-Cristo-Mesías). Y Juan da testimonio de este acontecimiento. Para el evangelista san Juan el “testimonio” es una noción central (testimonio del Padre, de Moisés, del Bautista, testimonio que los discípulos dan de Jesús, testimonio que Jesús da de sí mismo).
El Bautista esta tan centrado en su misión de dar testimonio del que es mayor que él, que su acto personal ni siquiera es digno de mención: “A él le toca crecer, a mí menguar”. Todo su ser y su obrar remite al futuro, al ser y al obrar de otro; sólo él es comprensible como una función al servicio del otro.
El ocultamiento mesiánico no es completo. Hay otros signos que nos permiten detectar su presencia anticipada, su acción, su actividad latente, es decir, su Espíritu. Allí donde detectamos su Espíritu, allí podemos decir: He aquí el mesías, el elegido de dios que ya está llegando. Allí donde implantamos su Espíritu, allí hacemos presente al Mesías, anticipando los tiempos mesiánicos, siendo sus precursores y reveladores como el Bautista.

3.
¿Cual es el espíritu del Mesías? Aquí es donde vienen los malentendidos. Aquí empieza el peligro de los falsos mesianismos.
El espíritu mesiánico está representado en nuestro texto evangélico por dos animales: El cordero y la paloma. Nada más antitriunfalista, antiliderista, antipaternalista que estos símbolos. El Mesías es liberador, pero de una manera tan distinta a la de todos los libertadores...; libera a la manera de Dios; es decir, haciendo que seamos nosotros los que nos liberemos a nosotros mismos.
Entonces, de qué nos sirve Dios y su Mesías?. De nada, justamente de nada en el plano de la utilidad, de los objetivos pragmáticos. No le busquemos ahí, en ese desierto, pues no lo encontraremos. Es decir, ni el mesías ni Dios vienen a sacarnos las “castañas del fuego”, ni a eximirnos de nuestras responsabilidades, de nuestras luchas; a retomar la lucha allí donde nosotros dimitimos y capitulamos. Dios y su Mesías son absolutamente gratuitos aunque no superfluos.
Su significado y su necesidad se sitúan en el plano de la presencia silenciosa y desinteresada del sentido último, del Alguien que comparte siempre nuestra vida, nos hace compañía, nos acompaña en nuestra lucha, nos reconforta con la promesa de un futuro que nos hace saborear de antemano en la fe y en la confianza, cuando parece que se esfuma de nuestra vista.
La paloma y el cordero son el desinterés puro, la gratuidad, la inutilidad, el candor y la inocencia del amor completamente enajenado, desinteresado. Pero no se trata de símbolos. El evangelio nos remite al hecho de Jesús perdido en medio de los pecadores, anónimo y oculto, formando parte de la masa humana que marcha hacia el bautismo de conversión.

4.
Si nos preguntamos quién es Jesús, el Evangelio, tomado de san Juan, nos responde que es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que es quien, lleno del Espíritu de Dios, es, por ello, el Hijo de Dios.
En esta versión del evangelio, la de Juan, Jesús no pasa por el bautismo de agua. En este texto, Juan el Bautista recalca que es él quien bautiza o baña con agua y que Jesús baña o bautiza con el Espíritu Santo. Juan insiste en su papel de sirviente-heraldo de Jesús ante el pueblo de Israel.
Juan Bautista proclama a Jesús “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Según este título, Jesús no solamente es pastor bueno, el único pastor del pueblo, sino que, al mismo tiempo, es cordero, como el resto del pueblo al que Jesús va a pastorear. Por pura solidaridad, Jesús, siendo el pastor por excelencia, no tuvo a menos ser contado y tratado como cordero. Era pastor, pero sufrió como cordero. Por puro amor a sus ovejas, siendo pastor, se dejó sacrificar como cordero.
Jesús se siente solidario del pecado del mundo, compartiendo la culpa de los hombres, siendo compañía cálida.
He aquí el Dios cristiano, cuya existencia tiene el significado de una presencia silenciosa en nuestra vida, de un comulgar con nuestros problemas y angustias, y así nos reconforta en nuestra lucha de cada día.
En su bautismo, Jesús tomó conciencia plena y para siempre de que Él era el "siervo de Yahvé", anunciado por Isaías. Preguntado después acerca de dónde ha sacado la autoridad para hacer lo que hace, Jesús responde que remonta a lo sucedido durante su bautismo por Juan y lo testimoniado por éste, la autoridad que tiene. El siervo de Jesús, Juan el Bautista, da testimonio del "siervo de Yahvé".
Que quede claro: Jesús no viene a juzgar o a condenar, sino a salvar. Cristo viene a revelarnos no la “ley”, sino la “gracia”. Cristo viene a revelarnos que Dios regala su salvación porque Él es bueno, no porque nosotros lo seamos.
Y los cristianos deben ser, como Juan el Bautista, precursores y testigos del que viene detrás de ellos. Se trata de aprender a señalar la presencia de Jesús