III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Is 8, 23b-9,3
Salmo 26, 1-14
1Co 1, 10-13
Mt 4, 12-23

 

1.- A propósito de la manifestación de Dios a nosotros en Jesucristo (la “epifanía”) en la palabra de Dios se nos dice que el tiempo de salvación ha llegado, que ya se anuncia entre nosotros el Reino de Dios, porque el Dios que se revela o manifiesta en Cristo es el Dios que salva y que quiere reinar entre nosotros. Todos los creyentes han de alinearse con esta afirmación. La misión de los seguidores de Jesús es precisamente anunciar y hacer presente ese Reino de Dios.
Frente a las tinieblas del existir humano, tan lleno de ambigüedades y de dudas, tan vacío de sentido y de significado, la luz de la Palabra que orienta, alegra, quebranta la injusticia, introduce un principio de solidaridad.
La antigua profecía de Isaías ––que atribuía al futuro “enviado” de Dios estos cometidos liberadores–– se realiza en Cristo . Si en la primera de las lecturas se refiere al porvenir, sobre el mismo texto escribe san Mateo en su evangelio con una radical presenteidad.
Todo lo que el Antiguo Testamento esperaba, como prometido por Dios se cumple plenamente en Jesús de Nazaret. Jesús es la luz grande, la alegría, él es quien ha venido a liberarnos de toda opresión. La región de Galilea que, según la tradición judía, era la que había quedado en posesión de paganos, es la primera que verá la luz del ungido por Dios. Jesús lo dirá muy bien: Son los enfermos lo que primero reciben la visita del médico, no los sanos o que se consideran sanos.

2.
Pero la liberación ofrecida, prometida y realizada en Cristo pende de una condición inesquivable: los creyentes ––para encontrar en el Mensaje su propia liberación–– tienen que aferrarse a Cristo y dejarse de “capillismos”. Ya los primitivos cristianos de Corinto incidieron en esta desviación. Con expresión firme y enérgica, el apóstol apostrofa a los cristianos de la primera generación que se desgarraban y dividían entre si porque los unos decían ser de Apolo, los otros de Pablo, los de más alla de Pedro... La liberación cristiana salta echa trizas cuando los hombres comenzamos a poner fronteras y vallas en nuestra propia condición de creyentes. Sólo Cristo nos libera y toda liberación tendrá que abundar en la asunción del mensaje de Jesús.

3.
La existencia cristiana, larga ya de más de veinte siglos, ha reproducido y superado las divisiones de la primera comunidad de Corinto. Y con la destrucción de la unidad entre todos los creyentes ha ven ido a menos la fuerza liberadora de la Buena Noticia de J Jesús. Si la Iglesia no ha podido cumplir satisfactoriamente su misión entre los hombres, esto se debe, en buena parte al menos, al dramático hecho de la división de los cristianos. El tema preocupa en la actualidad. El concilio Vaticano II se fijo como uno de sus principales objetivos la restauración de la unidad entre todos los que invocamos el nombre de Jesús. Pero si los pasos hacia adelante han sido numerosos e importantes, la unidad auspiciada no parece que se presente como logro a la vuelta de la esquina. ¿Por qué?

4.
Que historiadores y teólogos ecumenistas analicen y detecten las respuestas a esta pregunta. Y harán bien; pero hay algo que para todos es imperioso: La restauración de la unidad deberá pasar necesariamente por una limpia convergencia de todos los creyentes en Cristo. Y en un Cristo crucificado.
Un Cristo que no busca su bien, sino el bien del mundo. Un Cristo que no se acomoda a los poderes de este mundo, sino que los desafía. Un Cristo que no pretende su gloria y su renombre, sino que en todo mira a cumplir la voluntad y el designio de su Padre. Un Cristo que prefiere ser asesinado a matar a sus enemigos y adversarios. Un Cristo que no fundamenta su misión´ en el poder ni en su sabiduría, sino en la “ineficacia de la Cruz”. 


5.
Este Cristo nos llama a todos los cristianos a ser "pescadores de hombres”. Esto no es tarea de unos pocos, sino de todo discípulo de Jesús. Observemos que lo que hay que pescar es a la persona, no solamente a las almas. Nos llama a todos a ser pescadores de toda la persona. Es el ser humano entero el que debe entrar en el Reino de Dios. Dios quiere reinar sobre el todo de todos.
Cristo dice: “Sígueme”. Se trata, pues, de seguirlo a Él; Él es el Dios que puede llamarnos a continuar su misión de anunciar y hacer presente el Reino de Dios. Es Jesús quien puede llamarnos y, el nos llama, todo debe ser preterido a ese llamamiento: Trabajo, familia, y hasta la vida. El llamamiento de Jesús es el llamamiento de un Dios al que amar sobre todas las cosas. Él, que nos lo ha dado todo (hasta su vida) es el único que puede pedírnoslo todo.
Aquí es en donde tiene su contexto lo de preferir entrar en el reino que conservar un ojo o algo tan importante como un ojo ; aquí es en donde encuentra su contexto lógico lo de la perla preciosa o el tesoro escondido por el que vale la pena arriesgarlo todo. No se trata de arrancarnos o cortarnos nada como si esa cosa no valiera mucho, sino de decirnos cuánto vale aquello por lo que valdría la pena perder algo tan valioso como el ojo, como la mano, como los padres, como la vida, etc. Se trata de decirnos que si llegara el momento en que tuviéramos que escoger entre Cristo (el Reino de Dios en una persona) y algo muy valuado por nosotros, no debiéramos dudar, tendríamos que elegir a Cristo, y, en El, al Reino de Dios.
Pero Jesucristo no llama hacia Él o su seguimiento para apartarnos de todo, sino para enviarnos hacia los demás. “Os haré pescadores de hombres”, dice Jesús.
Y los llamados dejan todo por amor del único Cristo y, con la mirada puesta en Él, única cabeza, tienen todos un mismo espíritu. Seguir a Cristo significará en definitiva y necesariamente seguir el camino que lleva a la cruz.