Miercoles de Ceniza, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Jl 2, 12-18
Salmo 50, 3-17
2 Co5,20-6,2
Mt 6, 1-6.16-18


1. Al comenzar de nuevo la Cuaresma, la liturgia nos exhorta, con san Pablo a “no echar en saco roto la gracia de Dios". La gracia de Dios a que se refiere san Pablo es, fundamentalmente, la vocación por la que el Señor traza a cada uno, como invitación a la plenitud, el camino acorde con la riqueza y singularidad recibidas por creación.
Echar en saco roto esa gracia consiste, entre otras cosas, en que no se pare uno a pensar cuál es la vocación de Dios sobre él; en que no busque a conciencia cuál es su propia identidad y misión en los planes de Dios. Para asumir la vocación propia a través de la cual Dios nos ofrece la primera ayuda para nuestra santificación es necesario acercarse a Dios, escucharle y dejarse llevar por Él.
Acercarse a Dios es tarea que no se acierta a realizar sino saliendo de sí mismo. El acercamiento a Dios no es el que se logra sin más por la cercanía física o por la familiaridad con los lugares, las imágenes y los actos en los que Dios se significa o se hace presente.
Si el acercamiento a Dios tuviera su clave en la proximidad sensible a lo sagrado, cuantos conocieron a Cristo y compartieron con Él hace dos mil años, habrían logrado, por este mismo hecho, la altura propia de la coherencia y de la fidelidad a su vocación sobrenatural y divina. En cambio, Jesucristo nos sorprende recriminando a algunos de sus seguidores con palabras tan duras como éstas: “Sepulcros blanqueados” o “raza de víboras”.

2. El espectáculo de un Dios escarnecido y la realidad de un hijo de Dios (el hombre) muerto a la gracia divina (a la Vida de Dios) resulta insostenible a los ojos de cualquiera que perciba, desde la fe, su profundo y preocupante significado. Por eso la Cuaresma nos invita a la conversión personal y colectiva, a la transformación interior de los individuos y de las estructuras con el fin de que no se repitan las causas de semejante fechoría humana. A la vez, la Cuaresma nos prepara para desear, buscar y recibir la gracia redentora que Cristo nos ganó resucitando victorioso como Dios y como hombre.
Así como en la pasión y muerte de Jesús pone ante nuestros ojos la magnitud del pecado y la desgracia del pecador, en la resurrección gloriosa en cuerpo y alma, en humanidad y divinidad, el Señor manifiesta cual puede ser la condición del hombre que se una a él en la obediencia incondicional al Padre. Vencido el pecado y superada la muerte, viviremos triunfantes junto a él por toda la eternidad gozando la gloria que Él manifiesta en la mañana de Pascua.

3. La tarea que nos compete en la Cuaresma es dar con firme decisión el paso desde el pecado a la fidelidad, desde el olvido de Dios a la obediencia religiosa, desde la inmediatez a la trascendencia, desde el abandono de las pasiones y apetitos al dominio de sí mismo según los valores de la auténtica dignidad humana, y desde la vida conducida por criterios terrenos a la aceptación del mensaje divino, del Evangelio, como orientación esencial de nuestra vida.
El avance que suponen estos pasos recibe el nombre de conversión. A ella nos llama ostensible y repetidamente la liturgia del miércoles de Ceniza diciéndonos a través de san Pablo: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.”. Por ello, al recibir la ceniza, signo de nuestra condición terrena, caduca, contingente y mortal, recibimos esta llamada o mandato en el nombre del Señor: “Convertíos y creed en el Evangelio”.
Es necesario que entendamos la conversión como un cambio serio que debe iniciarse en lo profundo, como nos indica el texto de Joel: “Rasgad vuestros corazones y no las vestiduras”. O como decimos en el salmo penitencial por excelencia: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro... renuévame por dentro con espíritu firme”.

4. El cambio interior y exterior en que se debe concretar la conversión de todo cristiano coherente, se advierte como costoso, doloroso, puesto que ha de ser participe de la cruz de Cristo. La razón fundamental está en que lo que debe cambiar es lo nuestro y no lo ajeno, los criterios, actitudes y comportamientos en referencia a Dios y al prójimo, y no simples formas externas de acción y relación.
Para que esta llamada a la conversión y la gracia que Dios nos ofrece para alcanzarla no caigan en saco roto es, pues, absolutamente imprescindible decidirse a asumir “el ayuno, el llanto y el luto”. Otra cosa sería engañarse. Se trata de salir de nosotros mismos y adentrarnos en el campo de la virtud precisamente en aquello en lo que no somos virtuosos, manteniendo a la vez la tensión en aquello que ya hemos conseguido orientar según Dios. Sólo en este camino en que cada paso acerca más a la Verdad, al amor y al Bien que están en Dios y que Cristo nos enseña, está el crecimiento cristiano y el camino para ir mejorando este mundo en que vivimos. Mundo que, junto a signos de progreso en unos campos, da muestras evidentes de lamentable retroceso en otros.

5. La evangelización, la llamada a la conversión y el apostolado en general, constituyen una misión de todo bautizado totalmente compatible con el respeto, con el pluralismo y con la tolerancia. Sólo es incompatible con la cobardía, con la superficialidad cristiana, con la comodidad egoísta que pone por delante de todo la propia imagen buscando el aplauso de quienes nos rodean en cada momento y con el olvido de lo que Dios ha hecho y hace por nosotros.
Es necesario que nuestra fe configure nuestra vida interior y exterior, familiar, profesional y social. Es necesario salir a la calle con el gozo de quien se sabe portador de un mensaje liberador, salvador, transformador, esperanzador y capaz de dar sentido a la vida y a la muerte, al trabajo y al descanso, a la salud y a la enfermedad, a la felicidad pasajera y al dolor cuyo final no se adivina. Es necesario ser luz del mundo y sal de la tierra. Es urgente que tomemos conciencia de que no vive como cristiano quien no se lanza como apóstol a dar gratis lo que gratis ha recibido y que es, nada más y nada menos, que la luz de Cristo y la gracia de Dios.