II Domingo de Cuaresma Ciclo A

Mt 17, 1-9

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Gn 12, 1-1a
Salmo 32, 4-22
2 Tm 1, 8b-10
Mt 17, 1-9 

 

1. Dos clases de “palabras” entran en juego a lo largo de las lecturas bíblicas de este segundo domingo de Cuaresma. Está la Palabra de Dios y está la palabra del hombre. En primer lugar está la Palabra de Dios --dicha a Abrahám, dicha sobre Jesús-- es palabra que desde la intemperie, la inseguridad, el vacío y la muerte concluye en la resurrección, en la bienaventuranza de todo un pueblo, en la salvación de todas las familias del mundo. En segundo lugar está la palabra del hombre, dirigida incluso a Dios, es la que pretende de inmediato el goce, la tranquilidad, la seguridad doméstica y la huida del mundanal ruido.
Allá es nada lo que Dios propone a Abrahám y allá es nada lo que Abrahám, en confianza y obediencia, somete al designio divino. La exigencia de Dios es clara y terminante: “Sal de tu tierra y de la casa de tu padre hacia la tierra que te mostraré.” Es la vocación de Abrahám. Es llamado a confiar contra toda evidencia en la Palabra de Dios, a dejar cuanto tiene a cambio de una promesa futura. Y con fe, obedece.   ¿Abandonar tierra y casa y padres? ¿Cortar todas las raíces de seguridad y de instalación? ¿Lanzarse, además, a la aventura de enderezar el paso hacia un horizonte ignorado e incierto? La calificación de Abrahám como “padre de los creyentes” explica y exige muchas cosas. Explica que ser creyente entraña, ante todo, una desinstalación radical, tipificada en este pasaje como tierra, hogar y familia. Y exige un ponerse en camino aunque se desconozca la ruta que condicione al destino prometido. No cabe mayor desafío a nuestra querencia conservadora, deseosa de seguridades. No cabe mayor confianza en el poder y en el amor del Dios salvador.

2. Nuestras instalaciones son numerosas. Aunque vivimos un tiempo propicio a la creación de mentalidades y posturas de cambio, la verdad es que, superada la etapa de la juventud, una casi total mayoría comienza a abundar en criterios de mantenimiento y fijación y resulta igualmente claro que los mejores proyectos de cambio tropiezan frecuentemente con quienes, por poderosos, detentan las riendas de la comunidad hasta el punto de hacer malograr las primeras esperanzas de toda transformación. Si éstas llegan a cuajar alguna vez, su realización suele ser fruto de la sed de justicia de los pobres más que del límpido y leal reconocimiento de los derechos de todos por parte de la minoría que se autoproclama defensora del orden establecido. Hay en esta constatación --y más en el el caso de una comunidad trabajada por el Evangelio-- una denuncia severa y grave de la inautenticidad de la fe de los creyentes. Estos, por definición, deberían patrocinar y estimular los cambios en beneficio de la comunidad humana y aun alzarse, con voluntad de servicio, en pioneros de los mismos. Dios es sorprendente e inesperado, y las suyas, para todo creyente, son exigencias de desinstalación. Las raíces de la tierra, del hogar y de la familia --como expresión de domésticas y sociales seguridades-- han de saltar a flor de tierra para que la raíz del Absoluto encuentre aceptación y acogida en la vida del hombre y de la sociedad.

3. Pero no se trata del cambio por el cambio. Se trata del cambio frente a la natural querencia a la instalación en lo ya poseído y cuya presencia desaloja toda posibilidad de dejarse llevar por el designio de Dios. Y se trata de desinstalarse para poder cada día seguir la novedad de los proyectos de Dios sobre el mundo: “Caminar hacia la tierra que te mostraré.”
Esta llamada de Dios para ponerse en camino se ha hecho explícita en Jesucristo. En él hemos recibido “la vocación santa”. Una vocación gratuita --porque no es mérito nuestro sino de él-- que Dios había proyectado eternamente y había manifestado en Cristo. Él ha destruido la muerte y ha hecho resplandecer “la luz de la vida” por el Evangelio.
Hay detrás de este ponerse en peregrinaje --individual y social-- un aliento confiado de esperanza. Sólo quien alimenta una profunda esperanza en el futuro humano es capaz de responder a la exigencia divina de ponerse en camino. El creyente, cuando lo es de verdad, se pone a andar hacia la salvación que Dios nos ha mostrado en Jesús, y lo hace fiado de la libertad, atenta a las exigencias de la justicia, convencido de que es posible una tierra más fraterna.