V Domingo de Cuaresma Ciclo A

Jn 11, 1-45

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

1Ex 37, 12-14
Salmo 129, 1-8
Rm 8, 8-11
Jn 11, 1-45


1. En este domingo quinto de Cuaresma, en las puertas ya de la Semana Santa y de la Pascua, los catecúmenos de los primeros siglos eran invitados a reflexionar sobre el tema de la vida y la relación de ésta con Jesús. Recordemos que en los dos domingos anteriores esos mismos catecúmenos habían celebrado a Cristo como fuente de agua viva que sacia la sed del hombre -- “el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna”-- y como luz -- “soy la luz del mundo”-- que ilumina a todos los que vienen a este mundo

2. Los textos bíblicos de hoy --desde el profético de Ezequiel hasta la admirable página de la resurrección de Lázaro en el evangelio de san Juan-- se refieren a la vida humana. Sería torpeza, y grande, reducir la temática de estos textos a la afirmación de la llamada resurrección de la carne y desconectar este futuro de salvación de las implicaciones que el mismo entraña para la existencia en el tiempo. Se trata de la dimensión total de la salvación. La salvación es vida, vida que vence la muerte. En realidad, los textos, a la par que sugieren la resurrección futura, inciden fuertemente en subrayar que la vida auténtica, sincera, plena, es la que se conforma e inspira en el Espíritu de Jesús. Si la resurrección futura es la gran liberación de todas las caducidades que militan contra la vida humana y si esta liberación salvadora es fruto del Espíritu “que resucitó a Jesús de entre los muertos”, igualmente ese mismo Espíritu hace que ya hoy, en el tiempo de esta tierra, vayamos desprendiéndonos de las múltiples servidumbres que nos atenazan y encontrando la verdadera liberación.
La vida eterna y la vida plena son obra y don del Espíritu. Ante el sepulcro de Lázaro, y ante todos los sepulcros de este mundo, ante el temor de la muerte y ante todas las muertes, físicas y espirituales, se yergue majestuosa la persona de Cristo que se autoproclama: “Yo soy la resurrección y la vida. el que cree en mi, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.” La presencia activa de Cristo en el tiempo es garantía singular de su actuación de cara al futuro eterno. Seremos resucitados a la vida sin fin en la medida que seamos vivificados por el Espíritu durante la existencia terrena. “Si el Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros”. La “otra vida” no es sino plenificación de ésta, liberada y salvada por el poder de Dios. “Os infundiré mi Espíritu y viviréis”; viviréis según el Espíritu en esta vida y viviréis por el Espíritu en la vida eterna.

3. Porque no hay interrupción entre ésta y la vida futura, se comprende mal esa falsa “espiritualidad” que, por amor de la vida eterna, menosprecia la vida presente. Bajo capa de ascetismo y de espiritualidad se ocultan, frecuentemente, actitudes psicológicas de tedio y de encogimiento ante las dificultades de la existencia. Quien de verdad ama la vida que sin fin promete el Espíritu de vida, no puede hacer de menos a la vida temporal. Sólo quien ama la vida en el tiempo puede estar capacitado para amar la vida en la eternidad. Por eso también el creyente, por principio, tiene que mostrarse eficazmente respetuoso con la vida y su dignidad. Para el seguidor de Jesús, la vida es sagrada y difícilmente puede entenderse que haya otros ideales políticos o sociales, de defensa y de seguridad, que justifiquen los atentados contra la vida en todos sus diversos estadios.