VI Domingo de Pascua, Ciclo A

Jn 14, 15-21

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Hch 8, 5-8, 14-17
Salmo 65, 1-20
1P 3, 15-18
Jn 14, 15-21

1.- La autenticidad de la fe en el que se dice creyente se mide por la voluntad de difundir esa misma fe entre quienes todavía no son creyentes. Quien está de veras convencido de que en la palabra de Jesús encuentra el hombre “el camino, la verdad y la vida”, no puede menos de constituirse en propagador de la Buena Nueva hacia los demás, a fin de que todos se beneficien de la luz y de la fuerza del Evangelio. Esta es la primera consideración que se nos brinda hoy al filo de la lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles. Felipe, uno de los diáconos recientemente elegidos por la comunidad de los judíos helenistas, pasa a la región de Samaría, predica a Cristo y las multitudes reciben con alegría el Mensaje.
Felipe predicaba a Cristo. Jesucristo, nos recuerda hoy la Iglesia, es la plenitud de la evangelización, en El se nos hace visible lo que es el hombre cuando en él reina plenamente Dios. Evangelizar, predicar, cuando es una predicación cristiana, tiene que ser anunciar y proclamar a Cristo ; ninguna otra verdad debe ser el núcleo y esencia de nuestra predicación que las palabras de Cristo que es, a su vez, la Palabra única, perfecta e insuperable de Dios. En Cristo, Dios lo dice todo y ya no habrá otra palabra, que no sea la palabra de Cristo.
Pocas dudas caben de que en su propia comunidad tendría el diácono Felipe trabajo más que sobrado; pero “la caridad de Cristo, que urge a todo creyente”, le impulsa a saltar las fronteras de “los suyos” para proclamar “a los otros” un Mensaje que él --y los miembros de su comunidad-- sabe que es para todos.
Cuando una comunidad cristiana restringe su impulso misionero, tal comunidad está abandonando el Espíritu de Jesús y está comenzando a conducirse por prudencias carnales que nada tienen que ver con la fuerza del Señor Resucitado.
Cree de verdad quien difunde la Verdad. Confía de veras quien se fía del Espíritu. Ama con autenticidad quien no pone fronteras a su caridad.
Conviene recordarlo hoy y siempre: Sólo desde desde una fe, una esperanza y una caridad de calidad evangélica´, no sólo podremos ayudar a “los otros”, sino que estaremos en condiciones de solucionar nuestras tensiones y dificultades a la luz del Evangelio.

2.- La carne y la sangre --lo que el evangelio de san Juan llama hoy “mundo”-- no pueden compartir esta imprudencia de los creyentes. Para el “mundo”, la caridad bien ordenada comienza por uno mismo, y sólo cabe preocuparse del prójimo cuando cada cual ha resuelto sus problemas personales o domésticos. El creyente, sin embargo, “guarda los mandamientos” de Jesús. Pone su confianza “en el defensor que está siempre” con la Iglesia. Disciplina sus escalas de valores según “el Espíritu de la verdad”, y, a partir de estos fundamentos, “está siempre pronto para dar razón de su esperanza” a todo hombre.
Vuelve Pedro a recordarnos que la esencia de nuestra fe y esperanza es Cristo muerto y resucitado. Pedro nos pregunta si nosotros estamos preparados para dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pidiera. ¿Lo estamos? ¿No es una antitestimonio de nuestra fe cristiana la ignorancia a veces absoluta que parecemos tener acerca de la esencia de nuestra fe? ¿Es nuestra fe una fe fundamentada en la verdad?, ¿en la Palabra de Dios?, ¿en la Tradición teológica de la comunidad cristiana?, ¿o es una fe basada en creencias populares o tradiciones familiares, bien intencionadas, pero supersticiosas y nada sólidas?
La segunda advertencia de Pedro es tan grave como la primera. Nuestra vida puede convertirse en un perfecto antitestimonio de la fe y la esperanza que decimos profesar. Si nuestra conducta no es coherente con nuestra fe, nuestra fe se hace increíble o rechazable. En esto, vale totalmente lo que la carta de Santiago nos reclama: “Muéstrame tu fe por tus obras.”
Si ser cristiano es portarse habitualmente como algunos nos portamos, no vale la pena ser cristiano. Esto es lo malo : no vale la pena creer en Cristo, si creer en Cristo significa vivir como vivimos muchos millones que nos decimos cristianos. ¿Es nuestra vida un antitestimonio de la fe que decimos tener?

3.- San Juan trata de prepararnos para la fiesta de la ascensión. Jesucristo no se va a ningún lugar, asciende en poder, sube, por eso, Jesús dice en este trozo del Evangelio “Yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo estoy con vosotros”. Si amamos a Cristo eso se verá en que nos amamos los unos a los otros, porque en eso consiste el mandamiento de Cristo.
Lo que nos hace seguidores de Jesús, sus discípulos, no es sabernos de memoria su palabra o su doctrina, no es tener imágenes de Jesús, ni rezarle oraciones o dirigirle cantos de alabanza. Lo que nos hace seguidores es que nos amemos los unos de los otros como Dios nos ama, eso es lo que dice Jesús mismo.
Amarnos, es tener en nosotros, con nosotros, al Espíritu Santo, al Espíritu de Cristo. Es manifestar con nuestros hechos, con nuestro amor, que nos mueve el mismo impulso, el mismo Espíritu que dio vida y movió a Cristo toda su vida. Preguntémonos: ¿Nos mueve el Espíritu Santo o el espíritu de la Ley? ¿Nos mueve el Espíritu Santo o el deseo de poder? ¿Es el Espíritu Santo espíritu de amor, impulso de amor en nosotros, o puro deseo de milagrerismo supersticioso y sensacional?
Vivir en el Espíritu desata la alegría de vivir.
En el fondo, el creyente sabe que no es propietario del mensaje de la salvación, sino beneficiario de la Palabra salvadora, y que ésta tiene como destinatarios a todos los hombres. De ahí que la Iglesia, al propagar por el mundo el Evangelio, se encuentre con la necesidad de encarnarse en todas las razas y en todas las culturas para que todas descubran la universalidad paternidad de Dios.