Solemnidad del Corpus Christi

Jn 6, 51-58

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Dt 8, 2-3, 14b-16a
Salmo 147, 12-20
1 Cor 10, 16-17
Jn 6, 51-58


1.- La Eucaristía es la concentración del misterio cristiano.
Todo el misterio queda encerrado, sintetizado, en el misterio pascual de Cristo. La acción por la cual los hombres hemos pasado de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, es la muerte de Cristo en la cruz y la resurrección. La muerte y la resurrección del Señor constituyen el compendio, el núcleo mismo, del misterio cristiano, porque la misma Encarnación adquiere su único horizonte y se comprende desde la Cruz. Por tanto, la pasión comienza en la misma Encarnación del Verbo, en la fe y en las entrañas de María.
Todo el misterio cristiano, por tanto, toda nuestra fe, tiene como contenido último y esencial el misterio pascual de Cristo, es decir, el misterio de su pasión, muerte en la Cruz, que es el primer polo de la Encarnación de Cristo y de la Resurrección. Porque el envío del Espíritu Santo en Pentecostés es una consecuencia de la Resurrección y de la Ascensión del Señor a los cielos. Lo mismo que la Encarnación apunta a la pasión y muerte, y de algún modo la Encarnación ya está encerrada en la pasión y en la muerte del Señor de un modo implícito, del mismo modo la ascensión a los cielos y el envío del Espíritu Santo por medio del Padre y del Hijo son una consecuencia de la Resurrección del Señor.

2.- La Eucaristía no hace más que presente, en todo tiempo y espacio, el sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. La Eucaristía actualiza, nos trae hasta hoy, la salvación del Señor. Por eso la constitución “Sacrosanctum concilium” del Vaticano II nos dice que la sagrada liturgia, de un modo especial la Eucaristía --que es la forma suprema de liturgia-- actualiza el misterio de la Salvación, lo hace presente. No en vano la Eucaristía, el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es la cumbre y la fuente de toda evangelización. Lo nuclear del cristianismo, ¿no es el misterio pascual de Cristo? ¿Y qué hace la Eucaristía sino actualizar el misterio pascual de Cristo?
Este misterio es el misterio pascual de Cristo, de su muerte y de su resurrección, que es hecho presente, actualizado en todo tiempo y espacio hasta la segunda venida del Señor por medio de la Eucaristía. Por eso, la Eucaristía es la cumbre y la fuente de toda evangelización. La cumbre y la fuente de toda vida cristiana. La cumbre y la fuente de toda la sacramentalidad de la Iglesia. Todos los sacramentos encuentran en ella su cima, su cumbre, y al mismo tiempo, todos los sacramentos encuentran su fuente en la Eucaristía.

3.- La Eucaristía no es algo transitorio, como el maná que comieron nuestros padres en el desierto. No es una fase dentro de la evolución de la fe cristiana, es el elemento permanente, el fin de la vida cristiana.
Ante la Eucaristía hay que hincar las rodillas, ponernos de rodillas porque estamos ante el misterio mismo de nuestra salvación. La Iglesia no invita ponerse de rodillas ante nadie, ni siquiera ante la Santísima Virgen María, ni ante ningún santo. Sí nos invita ante el misterio pascual de Cristo, actualizado por la liturgia eucarística. Por eso entramos en la capilla, a hacer la visita al Santísimo y si está presente nos ponemos de rodillas para rezar ante Él. Porque es el mismo Dios el que habita aquí, a través del Cuerpo y de la Sangre del Señor, porque se está guardado y se está haciendo presente el misterio mismo de nuestra Salvación.
La Eucaristía, que es la presencia misma de Cristo muerto y resucitado, la vemos, la contemplamos, se nos hace tangible y visible, a través del pan y del vino. El pan, que en el ofertorio ofrecemos al Padre y que en la consagración se convierte en el Cuerpo del Señor. Vemos ciertamente el pan, pero aquello ya no es pan, ya es el Cuerpo del Señor. Vemos vino, y cuando lo bebemos sabe a vino, pero es la Sangre del Señor. El cáliz que compartimos es la Sangre del Señor y el Pan es su Cuerpo. De ahí la gran nobleza, el gran respeto que tenemos que tener a las especies del pan y del vino eucarísticos, porque el pan que ofrecemos, con la invocación del Espíritu Santo en la consagración se convierte en el Cuerpo del Señor. Y el vino que bebemos, con la invocación del Espíritu Santo en la consagración, se convierte en la Sangre del Señor.

4.- En cuanto actualización del misterio de la Salvación, es decir, del misterio pascual de Cristo en el cual precipita el misterio de la Salvación, la Eucaristía presenta dos dimensiones. Una vertical y otra horizontal. La dimensión vertical es la que al participar del Cuerpo y de su Sangre quedamos unidos con Cristo, y por tanto, con Dios Padre. De tal forma que la vida de Dios fluye por nuestras arterias y por nuestras venas. “Quien come mi carne y bebe mi sangre”, tal y como hemos proclamado en el Evangelio, “tendrá vida eterna y yo lo resucitaré el último día”. Tomar el Cuerpo y la Sangre del Señor es tener la vida misma de Cristo en nosotros, es tener la vida misma de Dios. La comunión con Dios llega a sumarse, es la culminación, con la participación en la Eucaristía, que es primicia de la vida eterna, de la Jerusalén celestial, medio a través del cual entramos en comunión con Dios. Porque en la Eucaristía, a diferencia de los demás sacramentos, Dios se hace presente en el Hijo, muerto y resucitado, que se nos propone físicamente bajo las especies del pan y del vino, las cuales contienen de un modo sustancial y real el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Pero a ese elemento vertical, escatológico, de la Eucaristía, se une el otro, el elemento horizontal, la dimensión horizontal. Aparece esa dimensión fuertemente subrayada en la carta de San Pablo: todos los que comemos el Cuerpo y la Sangre del Señor, si lo comemos y bebemos estando espiritualmente preparados para ello, en gracia de Dios, entramos en comunicación con Dios y recibimos una primicia de la vida futura. Pero además, todos los que participamos en el Cuerpo y en la Sangre del Señor quedamos unidos, porque todos comemos del mismo pan, todos bebemos del mismo cáliz, de la misma Sangre.
El comer del mismo pan y beber de la misma sangre crea entre los miembros de la comunidad cristiana -y por extensión entre todos los hombres- unos vínculos de hermandad y fraternidad profundísimas, hasta el punto que como dicen los Hechos de los Apóstoles pasamos a ser una misma alma y un mismo corazón. Los vínculos que la Eucaristía crea en aquellos que participan en ella son más fuertes que los de la amistad o de la camaradería. Por eso no se comprenden las disensiones, las riñas, las injusticias entre los hombres, y menos todavía entre los cristianos. ¿No comulgamos la misma Sangre de Cristo? ¿No tomamos del mismo pan que es el Cuerpo del Señor? ¿No somos todos un mismo corazón y una misma alma, porque todos somos hermanos? Por tanto no solamente no nos hemos de herir o dañar, hemos de procurar el bien de los demás.
¿Quién no se gasta a sí mismo por el hermano? La Eucaristía, ¿no nos hace ser la misma cosa?
Las obras de misericordia, de visitar a los enfermos, a los encarcelados, de dar una limosna al hambriento, de dar de beber al sediento, y así sucesivamente, son fruto de la fraternidad cristiana. Ésta no se asienta ni está levantada en la subjetividad humana, sino que funde sus raíces en la objetividad del Cuerpo y de la Sangre del Señor, que al tomarlo todos hace que seamos un solo corazón y una sola alma. Nos hace hermanos, y la expresión de que lo somos es que compartimos con los demás lo que tenemos, lo que somos, nuestro mismo ser.

5.- La Eucaristía es la expresión máxima del amor de Dios. Dios es amor, ha mostrado que es amor enviando a su hijo unigénito al mundo, a la muerte y a la muerte en Cruz por nosotros y por nuestra salvación. Y Cristo, expresión del amor del Padre, se ha quedado para siempre entre los hombres, de un modo sustancial y real, muerto y resucitado, tan alto y tan poderoso como está en los cielos en la Eucaristía. Ahí está, Dios está ahí. Nosotros, arrodillados ante Él, le comulgamos, recibimos su Cuerpo y su Sangre, y Él, que es la expresión de Dios, fecunda nuestras entrañas haciendo que amemos a Dios y que amemos a los demás tal como Dios mismo ama.
Y si Dios, al amar, se entregó por nosotros, no solamente dando algo de su ser, sino entregándose en la muerte a la cruz, nosotros como partícipes del amor de Dios debemos hacerlo por los demás. Por tanto hemos de compartir nuestro ser, y nuestras pertenencias con los demás.