Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús

Mt 11, 25-30

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

DtDt 7, 6-11
Salmo 102, 1-10
1Jn 4, 7-16
Mt 11, 25-30

1. Hoy la liturgia centra su atención en la persona que ama: Jesucristo. Y cuando hablamos del corazón humano no nos referimos sólo a los sentimientos, sino a toda la persona que ama, que quiere y trata a los demás.
Así en el lenguaje de la Sagrada Escritura, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras y de las acciones.
Por eso al tratar ahora al Corazón de Jesús, ponemos de manifiesto la certidumbre del amor de Dios y la verdad de su entrega a nosotros. El Corazón de Jesús es el corazón de una persona divina, es decir, del Verbo encarnado; por consiguiente, representa y pone ante los ojos todo el amor que Él nos ha tenido y nos tiene aún. No se puede llegar al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, como Él mismo afirmó: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”.

2. El evangelio designa a Jesús como “humilde de corazón”, pero en un contexto eminentemente trinitario: La afirmación de que al conocimiento recíproco del Padre y del Hijo sólo tienen acceso aquellos a los que el Hijo se lo quiera revelar, y éstos son precisamente los pequeños, “la gente sencilla” o, en el sentido de Jesús, los “humildes”; aquellos, por tanto, que tienen ya sentimientos afines a los del Hijo. Pero el Hijo no tiene estos sentimientos únicamente a partir de su encarnación, sino que los tiene, como «Hijo» que es, desde toda la eternidad: su actitud frente al Padre, al que, como origen de la divinidad, designa como «más grande» que él mismo, su actitud de perfecta obediencia y disponibilidad, no es más que la respuesta a la actitud del Padre, que no oculta nada a su Hijo, sino que le da y le revela todo lo que Dios tiene y es, hasta lo último, hasta lo más profundo e íntimo de sí mismo. Es casi como si la «herida del costado» más original, de la que brota lo último, fuese la herida de amor del propio Padre, de la que hace brotar lo último que tiene. Cuando el Hijo encarnado invita a los que están cansados y agobiados a encontrar su alivio en él, está siendo en el mundo la imagen perfecta del Padre: Su Espíritu es el mismo.

3. Conocer, experimentar, vivir y testimoniar el amor de Dios sólo las aprendemos en el encuentro con una persona concreta que es precisamente Jesús. Este misterio del amor de Dios constituye el contenido del culto y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que es al mismo tiempo el contenido de toda espiritualidad cristiana: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” .
Quien acepta el amor que Dios nos tiene queda modelado interiormente por este amor y vive este amor como una llamada a la que se debe responder y si somos capaces de responder es porque antes hemos experimentado este mismo amor, como dice el apóstol: “En esto hemos conocido qué es el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos”.
La representación de este amor se hace precisamente mostrando a nuestro Redentor con el corazón traspasado. Hay que hacerse conscientes de que vivimos y experimentamos esta entrega de Jesús por nosotros, en cada Eucaristía, porque en ella celebramos el sacrificio de Cristo en la Cruz. De ahí que la Eucaristía sea el corazón de la Iglesia, de donde fluye su vida divina, donde ella se construye y encuentra su identidad de pueblo de la alianza, amado de Dios y llamado a hacer partícipes de este amor a todos los hombres. Así, cada vez que nos reunimos, como hoy, para este banquete pascual, experimentamos este Amor que nos transforma y nos hace capaces de amar y entregarnos a los hermanos.
En la escuela del Corazón de Jesús aprendemos a vivir el amor, no como una caridad oficial, fría, sin alma, sino pasando nuestro corazón con sus afectos, sentimientos y emociones por el Corazón del Redentor, donde somos liberados de sus perversiones. Ahí en efecto, conocemos la verdad del amor esponsal, destinado al don sincero de nosotros mismos. Esta donación libremente acogida por una persona de sexo contrario funda el matrimonio en orden a la fecundidad, a la donación de la vida que constituye la familia como verdadera comunidad de vida y amor.

4. Con la mirada puesta en el amor del Dios unitrino, manifestado en Jesucristo y demostrado en su pasión, puede Juan designar a Dios simplemente como «amor». Juan es ciertamente el testigo privilegiado que ha visto el corazón traspasado de Cristo en la cruz, confirmando el hecho de una manera triple y solemne; y en su carta repite una vez más el acontecimiento en el que ha leído su afirmación de que Dios es amor: «Nosotros hemos visto y damos testimonio», dice Juan como testigo ocular, que puede decir enseguida con la comunidad: «Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él». En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús celebramos la prueba última y definitiva de que el Dios trinitario no es sino amor: En un sentido absoluto e inconcebible que nos supera infinitamente.