Fiesta de los Fieles Difuntos

Mt 25, 31-46

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Is 25, 6a.7-9
Salmo 24
Rm 8, 14-23
Mt 25, 31-46

1.- La fe cristiana es fe en Jesucristo muerto y resucitado. La autenticidad de la creencia en el Dios de la salvación manifestado por Jesucristo pasa por la “experiencia” interior del miedo a la muerte. Sólo quien ha asumido vitalmente el riesgo inesquivable del morir en alguna fecha puede desear la salvación del Dios de Jesucristo y, en un gesto de audacia --que se llama fe--, confiar en sus promesas salvadoras.
La salvación de Dios es, antes que nada, liberación de la caducidad del sepulcro, y el poder de Dios se afirma como sobre todo poder porque es capaz de liberar al hombre de la ruina definitiva de la muerte. Dios, según las Escrituras, no es Dios de muertos, sino de vivientes, y su salvación consiste, sobre todo, en afirmar la vida del hombre, por encima del poder de la muerte.
Los modos de este vivir más allá del aguijón de la muerte se nos esfuman en teorías y divagaciones y de ellos podemos saber, a lo sumo, cómo no serán; pero este extremo es, sin duda, de muy menor entidad en comparación al núcleo de nuestros deseos consistentes en perpetuar nuestra existencia personal cuando sobre el haya caído ya el telón de la muerte.
Creer en el Dios de la salvación, que se nos manifiesta en el Resucitado, es confiar y esperar en que, por el poder salvador de Dios, seguiremos viviendo.

2.- Para esta etapa de espera, de esperanzas y confianza en la salvación de Dios se requiere el amor a la vida. ¿Cómo confiarse en Dios y esperar en su salvación si la vida no nos fuera experimentada y asumida como el centro de nuestras advertencias, el mimo de de nuestras solicitudes y preocupaciones, el núcleo de nuestra persona definición?
Quien no ama a la vida --y por ello huye de la muerte-- se incapacita para amar, y esperar, y confiar en la salvación de Dios. El creyente en el Dios de la salvación afirma con todos los demás hombres, el derecho a amar la vida y a gozar de la existencia; pero, junto a esta afirmación de un derecho, el creyente se sabe urgido por un deber: el de amar la vida y odiar la muerte. Por hombres, un derecho a existir; por creyentes, una obligación de vivir a manos llenas, a pleno pulmón, a total utilización de la vida.

3.- A partir de este amor apasionado por la vida surge para el creyente el deber de respetarla en sí mismo y en los demás; la obligación de no atentar contra la vida en ninguna de sus etapas y de sus expresiones humanas; la responsabilidad de procurar a los vivientes un marco en que su vida pueda realizarse en la afirmación de su dignidad, de su libertad, de su justicia, de su igualdad, de sus derechos fundamentales y de sus obligaciones para con los otros hombres y la sociedad de los hombres. Así, el amor a la vida y la esperanza puesta en el Dios de la vida, acaba por traducirse en ética y ciudadanía, en responsabilidad social y en empeños temporales comprometidos en favor de la vida humana y de su dignidad y sus derechos.
Se entiende mal que, por ello, que haya creyentes en el Dios que es capaz de salvarme y que, sin embargo, menosprecian la vida propia y la vida de los demás causando la muerte en sí mismo y a su alrededor por los mil medios que el hombre tiene a su alcance para atentare contra la vida y que, en definitiva, pueden ser comprendidos bajo la denominación de pecado, en la esfera más personal y particular o en la esfera social, política y económica.
Para las Escrituras, en la muerte se resume y expresa el pecado humano por lo que el morir entraña de división; en la vida, por el contrario, y en el amor a la vida se manifiesta la fraternidad, la solidaridad, la comunión con uno mismo y con los demás hombres. Teme a la muerte, por encima y más allá del mero instinto de conservación, quien no se permite atentar contra la dignidad y felicidad de los otros hombres.
Ama a la vida y autentifica su esperanza en la salvación de Dios, quien respeta a la vida, quien la honra y dignifica, quien la protege y defiende, quien abunda en comunión con los demás a los que, por vivir y estar llamados a vivir sin fin en Dios, considera hermanos.

4.- Hoy rezamos por los difuntos. La muerte no liquida a la persona. Es el tránsito para encontrarnos cara a cara con Dios. Ellos participan en plenitud de la salvación traída por Cristo y a través de Cristo. Él es el único camino que de verdad puede alcanzar el encuentro con Dios Padre de nuestros seres queridos.