XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 9, 36-10,8

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

Jr 20, 10-13
Salmo 68, 8-35
Rm 5, 12-15
Mt 10, 26-33


1.- Hay un tipo de ocupaciones que, por definición, resultan incómodas. Cuando a pesar de todo son imprescindibles se procura compensar su incomodidad con estímulos cuantiosos. Sin embargo, escasean los candidatos si a todo esto se une una cierta peligrosidad, un riesgo continuado.
La gente, por lo general, no quiere complicarse la existencia y huyen de esas profesiones o empleos que, a la corta y a la larga son desapacibles. No creo conocer vocación más dura y cuesta arriba que la de profeta. No ya en la propia tierra, sino siempre y en todo lugar.
Ser profeta es como un permanente nadar contracorriente, una escalada sin fin, un enfrentarse continuo con todo aquello que se considera válido, a la moda, normal. No es, por eso, extraño, sino todo lo contrario, que el profeta antes de decidirse a serlo, antes de aceptar su terrible misión se revuelca febrilmente, luche, se oponga o discuta la llamada de quien, en exclusiva, puede pedir a un hombre este sacrificio: Dios.
Las páginas psicológicamente más impresionantes de la Sagrada Escritura son --me parece-- los relatos de la vocación de Moisés, Elías, Jeremías, etc..., o las incertidumbres de Juan el Bautista.

2.- Concretamente la liturgia de este domingo se ciñe sobre este problema: Jeremías sufre en su propia carne la tensión inevitable entre el profeta y la sociedad, entre los establecidos y quienes viene a remover seguridades, entre el diseccionador de actitudes humanas y los acomodaticios, entre los blandos y la verdad infranqueable, entre los que buscan una legitimización religiosa de sus conductas y quien se ve obligado a denunciar. El profeta paga muy caro su terrible oficio; sus honorarios son la soledad, la persecución, el hazmerreír, la incomprensión, el quebrantamiento incluso físico.
Pero el profeta no debe tener miedo; sus enemigos nos pueden matar el alma, porque está en las manos de Dios

3.- Por todo lo que antecede sorprende la proliferación actual de profetas. No es que no haya cosas que denunciar; al contrario. Y mucho menos que no sean más necesario hoy que nunca los que “tiren de la manta” y dejen al descubierto los mil subterfugios inventados para encubrir la injusticia. Tampoco sería imaginable que Dios escatimase, en este momento crucial, la vocación profética en la Iglesia.
Tiene que haber, desde luego profetas; tal vez muchos. Pero ¿lo son de verdad todos los que se apresuran a proclamarse ellos mismos profetas? Me permito dudarlo porque no hay nada tan contradictorio como un profeta “instalado” en su propia profecía.

4.- La prueba final es la persecución. Aún más: la persecución sufrida con alegría, sin dramatismos espectaculares, sin teatralidad. Cuando se sufre en la propia carne el fuego de la profecía y no se pierde la sonrisa se está de la “parte de Dios”. Y Dios nunca defrauda.