XIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 10, 37-42

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

 

2R 4, 8-11.14-16a
Salmo 88
Rm 6, 3-4.8-11
Mt 10, 37-42


1.- El Evangelio nos pone en la alternativa de tener que elegir entre perder la vida o perder a Dios, y nos dice que, en caso de una alternativa así, el cristiano debía escoger siempre perder la vida. Y eso no porque el Evangelio crea que la vida es poco importante, sino porque quiere revelarnos que Dios es más importante que la vida, porque Dios es la verdadera vida.
Cristo comienza con unas frases terriblemente exigentes. En primer lugar, antepone la relación con Él a toda posible vinculación, por buena y natural que sea esta, si llega a ser un obstáculo para seguirle: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí , no es digno de mí”. Evidentemente, la situación a la que se alude se da cuando la familia se opone, lo que no es infrecuente, a que el discípulo viva el Evangelio con todas sus consecuencias.
Pero la exigencia más radical es la que sigue: “El que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Se trata de solidarizarse con la persona de Jesús de tal modo que no se ha de vacilar a la hora de renunciar a todas las seguridades que nos proponen nuestros sentidos y el ambiente antievangélico que nos rodea y optar por participar en su misterio pascual en el que se ha de esperar dificultades y contrariedades que hacen participar al discípulo de la misma cruz de Cristo.
Servir a la verdad puede llevarnos a tener que escoger entre algo tan fundamental como nuestra familia o ser apóstoles de Jesucristo. El Reino de Dios, la predicación de ese Reino, dice el Evangelio, si llega a ponernos en esa dura alternativa, debe estar por encima hasta de nuestros vínculos familiares más íntimos.
Nada puede ser preferido al seguimiento de Cristo, con todas sus consecuencias. Así, dice el Evangelio, el que traicione a Cristo para salvar su vida, perderá a Cristo, y con Él, la verdadera vida, la eterna. El que, por confesar a Cristo, pierde su vida, ganará la vida perpetua, inmortalizada, con el derecho a resucitar como Cristo.
Estas dramáticas decisiones eran lo normal para los cristianos de los primeros años de la Iglesia. Era lo absolutamente normal para un cristiano tener que escoger entre confesar a Cristo o tener familia, entre perder a Cristo o perder un brazo o un pie o un ojo, entre tener a Cristo o perder los bienes, entre confesar a Cristo o perder la vida. Apuntarse a ser cristiano era apuntarse a morir mártir. El cristiano que se moría, en esa época primera, en su cama, se moría de vergüenza; eso significaba que su vida no había llamado la atención de nadie y que nadie lo había acusado por ser cristiano.

2.- San Pablo, por otra parte, no puede ser más claro: El que vive como Cristo va a morir como Cristo y tiene derecho a una resurrección como la de Cristo. Es como si Jesús dijera: ¿quieres tener parte conmigo en el triunfo? Entonces embárrate como yo me embarré.
Pablo nos podría preguntar: ¿Sabes para qué te bautizas? Ser cristiano significa ser seguidor de Cristo, seguirlo hasta la cruz y hasta la resurrección. Ser cristiano es vivir una vida nueva. Es actuando como cristianos que nos hacemos cristianos. El seguimiento de Cristo debe verse en la vida que llevamos. Criterios nuevos; nada de que el dinero sea el valor decisivo en nuestra vida; nada de que el poder sea el valor fundamental; tampoco pueden serlo ni la comodidad ni el sexo. Vivir una vida nueva, una vida en Cristo resucitado, una vida en la que Dios reina, debe verse en que vivimos con criterios nuevos: Una vida en la que el criterio decisivo y radical sea el amor. Sea Dios, sea el compartir, sea la solidaridad.

3.- Fijémonos en algunos puntos: “Cristo, dice Pablo, una vez resucitado, ya no muere más. Ni la muerte ni nada que sea muerte tiene dominio sobre Él. Nada, pues, de cristos que sangran, sudan, o lloran. Cristo está resucitado y ni la muerte ni nada que sea muerte tiene poder sobre Él.
Hay una identificación, en el Evangelio, entre Dios y Jesús; Dios es Jesús y quien recibe a Jesús recibe a Dios. Pero, también, hay una identificación entre Jesús y sus discípulos y seguidores; quien recibe a uno de sus seguidores, recibe a Jesús. Y así aparece, con todas las palabras, en Mateo 25, versículos 40 y 45. Y fijémonos en que Jesús no dice: “Yo lo tomaré como si me lo hubiera dado o negado a mí”, sino que dice: “A mí me lo dio o a mí me lo negó”. ¡Tremenda consecuencia el misterio de la encarnación de Dios!
Se reconoce a un cristiano ¿por qué? ¿Por su vida o por sus ritos? ¿Expresan y comprometen la vida esos ritos, o, más bien, sustituyen la vida cristiana? ¿Somos cristianos porque vamos a participar en la Eucaristía, por ejemplo, o vamos a la Eucaristía porque nuestra vida es cristiana?