La exaltacion de la Santa Cruz

Jn 3, 13-17

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Nm 21, 4b-9 Salmo 77, 1-38
Flp 2, 6-11
Jn 3, 13-17


1. La Santa Cruz no es un tema para hablar, sino un grito de amor de Dios, y a la vez una llamada de Dios a que lo amemos. En la Cruz muere Jesús proclamando su sed de que lo amemos. Allí. Él nos revela que Dios es Amor eterno e infinito. Como todo amor, por ser amor, desea ser correspondido y sólo en ser correspondido encuentra la felicidad. Pero me atrevo a decir que el Amor de Dios, por ser de Dios, lo desea aún más.
Dios es, sí, amor eterno e infinito. Pero, por eso mismo, es también deseo eterno de ser correspondido. Deseo de ser amado por nosotros, anhelo eterno de que le correspondamos su amor con amor. Él, que nos ama, desea nuestro bien y nuestro bien está en amarlo, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
Ese misterio del Dios deseoso del amor de sus criaturas, se manifiesta en el grito con que muere en la Cruz, ¡Tengo sed! pidiéndonos que saciemos su sed de amor, de nuestro amor, ya que muere dándonos el suyo: "E inclinando la cabeza entregó su Espíritu".
La Cruz es pues un grito de amor divino que reclama nuestro amor.


2. Los creyentes de todos los tiempos estamos expuestos también a la fascinación de discursos, aún de apariencia religiosa, piadosa, teológica, pero que de hecho nos distraen y nos hacen apartar los ojos de la fe de Jesús Crucificado.
Es un vicio desgraciado y muy extendido en nuestra cultura religiosa, que reduzcamos a términos razonables la locura divina. La divina pasión que, como dice la carta a los Hebreos, Jesús expresó en la Cruz: "con poderoso clamor y lágrimas"
A veces miramos la Cruz sin verla o hablamos de ella como si fuera algo natural. Casi como si nos fuera debida y no tuviéramos que asombrarnos de que un Dios haya querido morir por mí en ella.
Hemos de confesar que nos habituamos a mirar la Cruz. No sólo porque dejamos de estremecernos de horror ante la tortura del Dios inocente en ella, sino porque dejamos de asombramos ante ella, dejamos de sentirnos abrumados, apabullados, aplastados por el peso de tanta gloria derramada sobre tanta indignidad.

3. La cruz no es un producto muy cotizado en nuestros días. A inicios del tercer milenio, lo que más se busca y anhela es el bienestar, el placer. Y sin embargo, muchas veces nos encontramos con hombres y mujeres, hastiados, incluso heridos, por la vida. Personas que lo han disfrutado todo, lo han experimentado todo, y sin embargo son seres profundamente infelices.
Nos hemos olvidado del signo del cristiano, que es la cruz. La hemos domesticado. No nos impresiona. Incluso es un adorno para nuestras casas o nuestro cuerpo. Y precisamente ahí, en ese olvido de la cruz, está el inicio de nuestro vacío interior.
Cristo enunció claramente la ley de la fecundidad en la vida: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo... pero si cae en el surco, dará mucho fruto". Pero la pura idea de pudrirnos en el surco muchas veces nos causa miedo, desasosiego interior. Somos hijos de nuestro tiempo... pero también somos hijos de Dios y hermanos del Crucificado...
Ahora bien, la cruz y la abnegación en nuestra vida no pueden quedarse en poesía e ideas abstractas. En realidad, seguir a Cristo por el camino de la cruz significa renunciar al propio proyecto, a menudo limitado, para acoger el de Dios. Es decir no a nuestra tendencia a lo más cómodo para acoger la invitación de Cristo a caminar junto a Él con una vida coherente de cristianos. Es renunciar a la "ley del mínimo esfuerzo" para vivir más bien según la "ley de la máxima entrega". Es aceptar la vocación que Cristo ha querido regalarme y seguirla hasta las últimas consecuencias, aunque a veces sangre el corazón. Es el camino de la verdadera libertad. ¿Vivo de verdad en la libertad de los hijos de Dios? ¿Qué me detiene?
La cruz y la negación de sí mismo es el camino de la conversión indispensable para la existencia cristiana, y por eso no debemos tenerle miedo. En la medida en que configuremos nuestra existencia con la de Cristo, sobre todo por la oración y el ejercicio práctico de las virtudes, podremos decir como San Pablo: "Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí."

4 . Cuando Cristo nos regala la cruz, nos obsequia la oportunidad de amar en plenitud. Pero debemos evitar la trampa de creer que la cruz está presente en nuestra vida sólo en los grandes momentos de dolor, como puede ser la muerte de un ser querido, una enfermedad o un fracaso. La cruz es nuestra inseparable compañera, porque Cristo quiere que experimentemos su amor constantemente, y que cada día le amemos más y mejor. Ésta se manifiesta muchas veces en la fidelidad a nuestro deber cotidiano hecho por amor.
En su última cena, Jesucristo nos dio ejemplo e invitó a amar "hasta el extremo". Esta manera de amar, quiere decir estar dispuestos a afrontar esfuerzos y dificultades por Cristo. Significa que debemos olvidarnos un poco, "desaparecer" un poco nosotros para que Cristo aparezca.
Naturalmente, ser seguidor de Cristo nunca a sido una tarea fácil. Amar como Él nos ha amado significa también no temer insultos ni persecuciones por nuestra vida coherente, por nuestra fidelidad al Evangelio. La historia de la Iglesia está jalonada por los testimonios de hombres y mujeres que han sabido amar así. Muchos de ellos son mártires cuya sangre se ha mezclado con la de Cristo crucificado. Pero también existen otros mártires, que son los que han despreciado su honra, su fama, su triunfo personal antes de traicionar a Cristo.
Finalmente, el amor hasta el extremo que es la cruz nos exige estar dispuestos a amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persigan. Ahí está, precisamente, el núcleo de nuestro mensaje y el detonador de la revolución que ha causado la encarnación, muerte y resurrección de Cristo: la caridad, el perdón, la entrega sin reserva.