XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 18, 21-35
Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada
Si
27,33-29,9
Salmo 102
Rm 14, 7-9
Mt 18, 21-35
1.- Poco gusta hoy --y puede que lo mismo haya ocurrido más o menos en
otros tiempos-- las enseñanzas evangélicas sobre el perdón. La diferencia con
los tiempos pasados tal vez estribe en que ayer el perdón resultaba difícil
simplemente y en que hoy se lo considere como debilidad personal o como aun
contraproducente para acabar con los opresores. Si perdonamos a quien nos
violenta en nuestros derechos, ¿no estamos concurriendo al afianzamiento de los
poderosos? Una cierta mal digerida o mal formulada “teología de la revolución”
apenas deja lugar al perdón cristiano. Y una cierta mal digerida o mal formulada
afirmación de la “dignidad humana” margina del horizonte contemporáneo toda
voluntad de perdón. De ahí la escasa plausibilidad de esta enseñanza evangélica
aun en el corazón de los mismos miembros de la comunidad cristiana. Y, sin
embargo...
2.- Hay que decir, sin embargo, que la doctrina del perdón a
los enemigos es uno de los capítulos mayores del Evangelio. Quien no se esfuerza
en asumir esta enseñanza e inspirar su comportamiento en ella, difícilmente
puede calificarse de cristiano. Sin voluntad efectiva y real de avanzar por el
camino del perdón al enemigo, no hay un mínimo seguimiento de Cristo.
3.- La enseñanza de la Escritura --y ahí está la parábola del
evangelio de san Mateo, que la liturgia nos propone hoy a nuestra meditación--
parte de una reflexión básica: El creyente se sabe necesitado del perdón de
Dios, es consciente de que el perdón divino le rodea y le persigue por doquier.
Y bien: ¿No sería un contrasentido que el creyente demandare el perdón de Dios
para sus culpas y que, al mismo tiempo, se negare a conceder su perdón a quienes
le han hecho mal? ¿Puede un hombre pedir perdón a Dios y no concedérselo a su
enemigo? Es la pregunta que agudamente nos formula el libro del “Eclesiástico”:
“¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene
compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados?”
4.- Puede que al presente esté ocurriendo algo más antihumano
que este contrasentido de pedir perdón a Dios y no saber perdonar a los hombres:
Que el hombre moderno, y aún el mismo cristiano, vaya perdiendo la conciencia de
sus fallos éticos y la conciencia de sus propios pecados. Esta pérdida, que
algunos podrían exaltar como expresión su suprema de libertad, puede convertirse
a la larga en una tremenda esclavitud. Porque si ya no hay pecado, si ya no hay
quiebra ética, tampoco hay lugar para el perdón entre los hombres y, en
consecuencia, el único modo de acabar con el enemigo es la destrucción o la
aniquilación de quien nos está causando una opresión o violación de nuestros
derechos. En un mundo que llegare a perder la conciencia del pecado, sólo habría
espacio para la aniquilación del más débil por el más poderoso. La pretendida
libertad de toda ética nos conduciría a la esclavitud ante los más fuertes,
individuos o masas.
5.- El hombre que perdona, por el contrario, está sin más
afirmando que la convivencia humana se encuentra regulada por criterios éticos.
El opresor hace caso omiso a esos valores; el que perdona subraya la supremacía
de los mismos. Contribuye así a defender la vida y a restituir a la existencia
una dimensión que fundamenta su grandeza y su dignidad.
6.- El que perdona opta, además, por creer en el hombre. El
perdón al enemigo es, en definitiva, un acto de fe y de confianza en el hombre.
Porque perdona con la esperanza de que el perdonado podrá reconsiderar su
comportamiento inhumano y rehacer su existencia por caminos más convivenciales.
7.- El que perdona, por último, es un activista de la paz. Sabe
que la opresión no se vence con la opresión ni la fuerza con la fuerza. Seguro
de sus valores éticos y morales, cree en la fuerza de éstos y, al inspirarse en
ellos ante el opresor, se está negando a admitir que la explotación del prójimo
sea el criterio superior de la relación humana. El que perdona restituye al amor
el puesto que ha de ocupar en la vida. Por eso está dispuesto a perdonar hasta
siete veces siete.