XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 22, 15-21

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Is 45. 1,4-6
Salmo 96
1Ts 1, 1-5b
Mt 22, 15-21

1.- “Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Con esta afirmación, tan traída y llevada a lo largo y ancho de la historia de la Iglesia, se cierra la discusión de Cristo con un grupo de sus enemigos, convertidos, para ponerle en un aprieto, en improvisados alumnos de su enseñanza. La respuesta que Jesús da a la pregunta capciosa nos puede ayudar a encontrar caminos de actuación en nuestra vida.
“¿Es lícito pagar impuesto al César o no?”, le preguntan. Y Cristo, tras haberles pedido una moneda oficial con la efigie del César y la inscripción que destacaba su autoridad, sentencia que el mundo de la política, de lo social, de la economía y de la cultura es autónomo, dejado por Dios a la creatividad humana;con un límite, sin embargo; siempre y cuando la ordenación de lo temporal no contradiga el designio de Dios sobre el mundo. Responsables exclusivos de la mejor o peor marcha de la sociedad, los hombres no pueden olvidar en su gestión terrena que hay en el Evangelio una imagen de hombre, de convivencia social y de utilización de los bienes de este mundo que ha de ser tenida en cuenta para que los valores de la dignidad humana, de la igualdad de todos, de la libertad, de la justicia, de la paz, de la solidaridad y de la fraternidad no sufran menoscabo o desprecio.

2.- Aquí se inscribe toda la actividad de la Iglesia. Esta se sabe urgida a proclamar el Evangelio a todos los pueblos no por un afán de poder y dominio, sino porque advierte en el mensaje una sabiduría superior para la promoción y defensa del hombre, para la orientación de las relaciones sociales y para la justa y acertada utilización de los bienes terrenos en beneficio no de unos cuantos aprovechados o de unos pocos poderosos, sino de la totalidad de la familia humana. La Iglesia se lanza a la misión universal, convencida de que el Evangelio es útil para, entera la autonomía de lo temporal, inspirar un estilo de comportamiento terreno capaz de conducir al mundo por caminos de la justicia y de la fraternidad. De ahí que donde haya hombres tenga la Iglesia que proclamar a tiempo y destiempo un Evangelio que es “verdad, camino y vida” para el mundo.

3.- Este radical convencimiento de la Iglesia, expresado en la audacia misionera, nos es por demás oportuno para disipar el pesimismo y aun el complejo de inferioridad que padecen hoy muchos creyentes. Consciente o inconscientemente, hay creyentes que desconfían de la actualidad del mensaje evangélico. Otros humanismos, incluso materialistas y ateos, parecen ganarle la partida. Frente a esta frustración, el testimonio de una Iglesia que se lanza a todos los pueblos resulta reconfortante y es capaz de despertar dinamismos y renuevos. Por eso, en esta hora de urgente renovación de las comunidades cristianas, la apertura de éstas a la misión universal puede ser un factor decisivo para devolver ánimos y alegrías a muchos desalentados y quejumbrosos. Servimos a las misiones; pero las misiones, en justa correspondencia, nos sirven al darnos una nueva confianza en el valor del Evangelio para el hombre de hoy y para la sociedad de nuestros días.

4.- Además, las misiones garantizan nuestra voluntad de renovación cristiana. Nos hacen fijar los ojos y la atención en los problemas graves, de fondo, auténticos, cuando a todos nos ronda la tentación de enredarnos en pequeñas cuestiones domésticas. Hay que renovar la Iglesia, sin duda; pero hay que acertar en los verdaderos objetivos de esta renovación. Y la comunidad cristiana que se compromete en la misión universal encontrará en esta responsabilidad una suprema garantía de proceder a una renovación sustancial, fuerte, profunda. Las misiones no permiten “juegos” renovadores. Fuerzan y garantizan una renovación a fondo y permanente.