XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mt 22, 34-40

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Ex 22, 20-26
Salmo 17
Mt 22, 34-40

1.- En los momentos de confusión --y no podemos excluir los nuestros de esta calificación-- es importante aquilatar lo esencial y relativizar todo aquello que no guarda relación directa con el núcleo de las cosas o de los acontecimientos. Nadie en plena tormenta de altamar pierde su tiempo en rematar la decoración interior de un barco si peligra la línea de flotación. Debe salvarse lo importante, aunque se pierda lo accesorio.
Muchos cristianos de esta hora sufren la zozobra del cambio y se sienten desorientados, la borde del mareo y de las pérdida de equilibrio. Se han oído tantas cosas, tan diversas unas de otras y pronunciadas con un igual énfasis de autoridad, que ya nadie sabe a qué atenerse. Toda una vieja y concienzuda estructura tradicional se siente resquebrajada y amenazada por la piqueta de la renovación. Pero no se sabe muy bien por dónde debe comenzar el desmonte y, sobre todo, dónde debe detenerse sin que peligre la estabilidad del edificio.
Surge entonces la necesidad de ordenar las ideas y de no abandonarse a un afán demoledor. Y, casi al mismo tiempo, no faltan los que ofrecen respuestas insuficientes o simplistas, cura-lo-todo que se prestan a poner calma a las conciencias inseguras. Es evidente que un repaso al catecismo de la infancia no resuelva nada en serio si se aspira a una maduración de la fe y no a un raquitismo permanente; la “fe del carbonero”, por muy respetable que sea, no es más que un primer paso indispensable. El excesivo afán de “seguridades” puede hacernos cerrar excesivamente los ojos; pero los párpados cerrados no aclaran la visión.

2.- La situación en tiempos de Jesús, era similar. El judío observante se sentía perdido en un bosque de preceptos --un sistema legal que había llegado a codificar 613 mandamientos (365 negativos y 248 positivos---- presentados cada uno como imprescindibles y sin jerarquizar. La pregunta sobre el mandamiento principal de la ley era terriblemente capciosa. Para responder, Jesús cita un texto que todos los judíos conocían de memoria, porque se encontraba al principio de la oración del “Shemá, Israel”, que se recitaba en muchas y muy diversas ocasiones. En línea con la tradición deuteronomística, Jesús sitúa el amor a Dios en el primer lugar de las obligaciones del creyente: amor absoluto y totalizante. Por otro lado, Jesús no se detiene en la respuesta estricta de la pregunta, sino que añade una segunda parte: el amor al prójimo. La respuesta es una síntesis nueva de la ley; dos amores, a Dios y al prójimo, situados en un mismo plano. Se marginan, pues, cientos de preceptos secundarios, de prescripciones rituales, de monsergas legalistas y --subrayémoslo-- se hacen inseparables los dos mandamientos básicos. Es una perspectiva diferente: lo esencial no es catalogar la ley, sino interiorizarla, convertirla en actitud personal.

3.- Ahora bien, esta esencia del cristianismo se traduce en gestos y actitudes concretas. Amar es lo más importante y lo único importante. Es el corazón y el centro de la vida cristiana. es lo que hace a la persona más persona. Como Dios en Cristo se ha manifestado respecto a los hombres, así también el amor del discípulo de Cristo es indulgente, benévolo, desinteresado, disculpa y soporta todo. Y el amor al prójimo implica, necesariamente, respetar sus derechos, especialmente de los más débiles y desamparados de la sociedad, que son emblemáticamente --ayer y hoy-- los inmigrantes, pobres, huérfanos y viudas. Cada uno tenemos que deducir las oportunas y lógicas consecuencias. Ninguna ética es más simple y transparente que la cristiana.