XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

1 Ts 2,7b-9.13

Autor: Padre Antonio Díaz Tortajada

 

Mal, 1, 14b--2,2b.8-10
Salmo 130
1 Ts 2,7b-9.13

1. La primera y tercera lecturas de este domingo están bien enlazadas por las advertencias que Jesús hace sobre cómo no quiere Él que sea el ministerio sacerdotal en su Iglesia. En la primera lectura se hacen duras advertencias para quienes, con la legítima razón de servir a Dios y al pueblo, se hubieran distinguido a sí mismos hasta separarse del pueblo. Fijémonos en esa temible amonestación: “Yo os haré despreciables y viles ante el pueblo, por no haber guardado mis caminos y porque os fijáis en las personas al aplicar la ley”. Es una acusación que Dios mismo dirige a su pueblo.
¿Hemos caído en este pecado? ¿No será por eso que nuestro pueblo ha perdido el respeto a lo que el mismo pueblo considera sagrado?
En la segunda lectura, de la carta a los cristianos de Tesalónica, san Pablo, que era un magnífico ejemplo de lo que debe ser un apóstol de Cristo, desarrolla la idea de lo que debe ser quien se presenta como predicador y testigo del Evangelio de Cristo. ¿Hemos tratado con amor maternal a las ovejas de Cristo? ¿Hemos hecho todo lo posible por no ser gravosos a quienes anunciamos el Evangelio de Dios? ¿Permanece operante la Palabra de Dios entre nuestro pueblo o se ha convertido en noticia vieja, aguada, rutinaria, sin fuerza, por culpa nuestra o del antitestimonio que damos con nuestra vida? ¿Es nuestra Iglesia como la quiere Cristo o es nuestra Iglesia justamente como Él no la quería?

2.- Ante todo el ministerio sacerdotal se destaca como un servicio al hombre concreto y como una denuncia de las injusticias que dividen a los componentes de un mismo pueblo. Si las afirmaciones tienen en cuenta el ministerio sacerdotal propiamente dicho, no se puede olvidar que, en la Nueva Alianza, todos los bautizados participamos del sacerdocio del Señor Jesús. A todos los creyentes nos afecta, por eso, la recriminación del profeta.
Desobedecer a Dios, oscurecer su gloria, alejarse de sus caminos, hacer de la ley tropiezo para la vida, rodear de privilegios a unos y negar el derecho que en justicia se debe a otros, tales son los crímenes que contradicen las exigencias de una actuación sacerdotal según el criterio de Dios. El Señor es desobedecido y su gloria oscurecida cuando el cristiano olvida que todos los hombres tenemos un único origen en el amor paterno de Dios; la ley se convierte en piedra de escándalo y la alianza queda invalidada cuando se utiliza para favorecer a los prepotentes y humillar más y más a los débiles; los caminos del Señor quedan a un lado cuando el hombre explota al hombre y el cristiano participa de esa explotación, se beneficia de ella, cierra su boca ante las injusticias.

3.- El crimen alcanza mayor importancia cuando quien lo comete esta revestido de autoridad en el grado que sea: los padres en el hogar, los jefes en las empresas, los educadores en el colegio, los oficiales en la administración pública, los políticos en el parlamento, los obispos en sus diócesis o los sacerdotes en sus comunidades parroquiales. “El primero entre vosotros será vuestro servidor”. Para la conciencia cristiana, toda superioridad es convocatoria a un mayor servicio. No es más ni se ocupa mayor puesto de autoridad para beneficio propio ni complacencia personal, sino para una entrega más denodada en servicio de los otros, a comenzar por los más débiles. Cuando falta esta particular atención a los más marginados, mucho es de temer que la autoridad haya declinado de su cualidad de servicio. Si el débil no nos solicita con prioridad, algo funciona más en nuestras vidas desde un punto de vista cristiano.

4.-Y por lo que hace al ejemplo del Apóstol, lo importante no consiste en la mera copia y reproducción de su trabajo manual, sino en lo que él mismo subraya: en la entrega total y absoluta de su persona al ministerio evangélico. Las circunstancias de la comunidad y del propio sacerdote aconsejarán uno u otro módulo de vida; pero lo requerido en toda hipótesis es un amor, un cariño, una ternura cual “de madre que cuida de sus hijos”, que lleve al sacerdote a una entrega servicial incondicionada. Así es la solicitud de Dios para con el mundo. Quien asume ser proclamador del Evangelio tiene que transparentar las cualidades del amor de Dios a los hombres. Su proclamación será entonces no de palabra de sólo hombre sino Palabra de Dios.