Vigilia Pascual, Ciclo C

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Gen 22, 1-18; segunda: Rom 6, 3-11 Evangelio: Lc 24, 1-12

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

Las numerosas lecturas de la Vigilia pascual hablan de la soberanía de Dios sobre toda la creación y sobre la historia. Los diversos textos seleccionados del Antiguo y del Nuevo Testamento nos permiten repasar la historia de la soberanía de Dios. Él es el Señor de los astros del firmamento, de las aguas del mar y de los animales que reptan por la tierra. Él es sobre todo el Señor de los hombres y de su historia. El texto evangélico nos muestra la soberanía de Dios sobre la muerte, mediante la resurrección de Jesucristo. El cristiano es un espejo de la soberanía divina porque, por el bautismo, ha conresucitado con Cristo.


MENSAJE DOCTRINAL

La soberanía de Dios no tiene igual. En un tiempo como el nuestro que exalta la igualdad, el concepto soberanía tal vez no sea familiar ni resulte agradable. Hace pensar, no sé, en sistemas totalitarios, en actitudes de imposición de unos sobre otros, en flagrantes injusticias por abuso de poder, en algo que desdice del hombre. Es un hecho, sin embargo, que no puede existir un ordenamiento jurídico (familiar, social, religioso, político) donde no exista y se reconozca una jerarquía, una autoridad, una soberanía. En la mentalidad común, cuando decimos el soberano solemos referirnos al rey, que ha encarnado históricamente de modo representativo la soberanía. Hoy en día se suele hablar de soberanía nacional, para indicar en las relaciones internacionales la independencia de una nación respecto a otra. Cuando en el lenguaje espiritual y religioso nos referimos a la soberanía de Dios, ¿qué es lo que queremos subrayar? Antes que nada, tomando pie de las lecturas, el dominio de Dios sobre toda la obra de la creación, salida de sus manos, gracias a la sobreabundancia de su amor. En segundo lugar, la afirmación del gobierno de Dios sobre la historia, una historia en la que paralelamente a los acontecimientos de la historia profana se desarrollan los eventos de la historia de la salvación. En tercero y último lugar, el señorío de Dios sobre la muerte y el más allá de la muerte, o sea, la eternidad. El dominio de Dios no tiene igual, primeramente porque sólo Dios puede crear y tiene el poder soberano sobre la creación. Luego, por su amplitud, ya que Dios domina sobre todas las épocas y todos los pueblos, no menos que por su finalidad: el bien y la salvación del hombre. No tiene igual, sobre todo, porque Dios ejerce su soberanía en forma totalmente positiva. No es un soberano que subyuga, sino que libera. No es un soberano que usa de su poder para imponerse con la fuerza, sino para manifestar su amor de padre. No es un soberano que se deja sobornar, sino que más bien hace justicia al tiempo oportuno. En la vigilia pascual, al repasar la historia de la salvación que culmina en la resurrección de Jesucristo, lo que hacemos es repasar la historia de la soberanía benevolente y amorosa de Dios para con la humanidad.

Si Cristo no hubiese resucitado... Es un imposible, pero pienso que puede hacer bien a nuestra fe y a nuestra vida cristiana situarnos por un momento en ella. San Pablo se sitúa en esa posición. ¿Qué es lo que dice? 1) Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe. Sí, porque el centro de nuestra fe es la persona y la vida de Jesús de Nazaret. Si él es un difunto más de la historia, ni es Dios ni es el Viviente, y entonces nuestra fe carece de sentido. 2) Si Cristo no ha resucitado, somos falsos testigos de Dios. En efecto, ¿qué es lo que predicaban Pablo y todos los Apóstoles? Que Dios ha resucitado a Jesucristo y lo ha constituido Señor de vivos y muertos. 3) Si Cristo no ha resucitado, seguís hundidos en vuestros pecados. Es decir, el bautismo ha sido un rito vacío, estéril. No habéis muerto con Cristo, ni resucitado con Cristo. Si Cristo no ha resucitado, el pecado y el demonio tienen la última palabra todavía. 4) Si Cristo no ha resucitado, somos los más miserables de todos los hombres. Sí, porque se nos dio una esperanza, convertida luego en trágica frustración. Al final, conviene concluir como san Pablo: Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos, como anticipo de quienes duermen el sueño de la muerte (1Cor 15, 12-20).


SUGERENCIAS PASTORALES

Una esperanza que no decae. El hombre, por muy realista que sea, por muy apegado que esté al presente, no puede dejar de mirar hacia adelante, de abrir el alma a la esperanza, sea ésta únicamente terrena o esté abierta también a la eternidad. La esperanza, por muy débil que sea, define al hombre en su ser más profundo. El cristianismo da a esta esperanza humana, por un lado, la fuerza de mantenerse en pie hasta el final, y, por otro, la apertura a una esperanza superior. No decae nuestra esperanza en la soberanía providente de Dios sobre la creación y sobre la historia. Nos puede parecer misteriosa, desconcertante, imprevisible, esa soberanía providente, pero creemos que existe, confiamos en ella, da seguridad a nuestro obrar, y, con el paso del tiempo la vamos entreviendo, hasta quizá llegar a ser una evidencia. No decae nuestra esperanza en Cristo, Luz del mundo. Esa luz que ha brillado con nuevo esplendor en la primera parte de la vigilia pascual. Tal vez nos venga la tentación de que son muchas las tinieblas, y muy densas. Pero sigue encendida la esperanza en Cristo Luz. Una luz que disipa las tinieblas ante todo y sobre todo en el interior de las conciencias, y desde el interior en las acciones de los hombres. No decae nuestra esperanza en la acción purificadora y transformante del bautismo cristiano. ¿Cómo no bautizar a los niños, desde sus primeros días o meses de vida, si mantenemos firme esta esperanza? Esta esperanza en la eficacia del bautismo nos exige a los cristianos vivir con madurez y coherencia purificados del pecado, en actitud de transformación espiritual y moral bajo el impulso del Espíritu.

Testigos de la resurrección. En el evangelio se relata el testimonio que las mujeres dieron de la resurrección y el testimonio que dieron los apóstoles. El testimonio público y oficial le corresponde a la jerarquía de la Iglesia; pero existe un testimonio privado, doméstico por así decir, que corresponde a todos los miembros del pueblo de Dios. Los obispos, los sacerdotes, los diáconos deben ser testigos de la resurrección. Ciertamente, mediante la proclamación de este grandísimo misterio, proclamación que hacen en nombre de Cristo y no a título personal. Para que esa proclamación sea convincente, han de hacerla creíble con su propia vida, en cuanto que la han experimentado y la viven, y la gente lo advierte. Testigos privilegiados de la resurrección -como de toda la fe cristiana- son los padres de familia. Creyendo ellos en la resurrección de Cristo, viviendo con rostros y obras de resucitados, harán creíble este misterio a sus hijos. Testigos importantes son también los y las catequistas. Si la catequesis no es sólo nocional sino sobre todo vital, el catequista debe juntar en sí al maestro y al testigo. ¿Son los catequistas, todos, maestros y testigos de la resurrección? La diócesis debe prestar sumo cuidado a la selección y formación de los catequistas. Se beneficiará toda la Iglesia.