IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Sof 2,3; 3,12-13; segunda: 1 Cor 1,26-31; Evangelio: Mt 5, 1-12a

NEXO entre las LECTURAS

La felicidad es la vocación del cristiano. Este es el mensaje de la liturgia. A la vez, se plantea el saber dónde está la verdadera felicidad. La liturgia de hoy no nos deja ninguna duda sobre este punto: "Yo dejaré en medio de ti un pueblo pobre y humilde...Se alimentarán y reposarán sin que nadie los inquiete" (primera lectura). "Dichosos los pobres en el espíritu, los tristes, los humildes..." nos dice el Evangelio. Y san Pablo en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los corintios: "Dios ha elegido lo que el mundo considera necio, débil, vil, despreciable, nada...Por eso, el que quiera gloriarse, que se gloríe en el Señor".

MENSAJE DOCTRINAL

El hombre busca la felicidad. Lo hace casi por instinto, por destino, digamos cristianamente por vocación y misión. Para un no creyente o con una fe apagada, la búsqueda es un acto natural, un impulso, casi una pulsión que hay que satisfacer y apagar a toda costa. Por eso, busca la felicidad sin descanso ni pausa, incluso con angustia, y cuando halla un rayito de ella, se ilumina al menos por un instante su vida entera. A este hombre le sucede que busca el sol y encuentra sólo un tenue rayito, que pretende ser iluminado por siempre y se da cuenta de que le dura un momento fugaz. De aquí derivan dos actitudes posibles: hundirse en la negrura de la desesperación y de la indiferencia

-pero ¿es esto posible?- o reiniciar la búsqueda frenética, como un nuevo Sísifo, de esa felicidad apenas pregustada y ya ida.

Para un creyente cristiano la felicidad es una llamada, una tarea, una misión, que compromete toda la vida en la búsqueda y posesión de ella. Quien cree de veras, encuentra en la fe la raíz de su felicidad, busca con paz y alegría que las raíces de la felicidad ahonden en su corazón, sabe que esa búsqueda no es ilusoria sino que le lleva a poseer la dicha que busca, pero sabe también que la felicidad de la fe no tiene residencia definitiva en la tierra sino sólo en la eternidad.

Un no creyente no sabe dónde buscar la felicidad que su corazón anhela. Son muchos los caminos que se abren ante su mirada expectante y muchos los "profetas" que le dicen: "Por aquí...", "Sígueme y te llevaré a la felicidad"...Por otra parte, siente en sí mismo instintos y pasiones fuertes...y cree que en su satisfacción será feliz. Siente también ideales nobles, tiene pensamientos generosos y altruístas...y a veces emprende la búsqueda por ese camino. Siente con fuerza irresistible el "yo" y sus exigencias, el ansia de éxito y de triunfo...¡"Este es el verdadero camino"!, siente que le dice una voz interior. Lo emprende...y tras diversos intentos, se da cuenta de que todos esos caminos eran engañosos...Y ahora, ¿qué hacer?.

A un cristiano el Evangelio de Jesucristo le ofrece el único camino de felicidad aquí y en la otra vida. Es un camino sencillo, seguro: La pobreza de espíritu, o sea, la humildad de corazón, la sencillez de vida, el abandono confiado en Dios, el desprendimiento de las creaturas, la sabiduría de la cruz...Camino fácil y seguro, pero que desgraciadamente tiene la apariencia de un camino desagradable, duro y contrario a la naturaleza del hombre. Ciertamente, las bienaventuranzas no son eslóganes que se vendan bien en el mercado de la publicidad. Las bienaventuranzas son por esencia fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Sólo Dios nos puede enseñar el lugar donde está la verdadera felicidad. La felicidad es don, no conquista humana; es posibilidad real, no utopía.

Este don maravilloso Jesucristo lo ha recibido de su Padre. El ha vivido primeramente lo que ha predicado después en el sermón de la montaña. El ha sido dichoso en la pobreza, en la humildad, en la pureza de corazón, en la persecución, en la misericordia, en la sed de justicia, en la construcción de la paz. Detrás de Jesús, sus mejores discípulos: los santos. Ellos han entrado en el reino de las bienaventuranzas vividas y predicadas por Jesús, y una vez allí han pedido y logrado quedarse en él, ser admitidos como ciudadanos de ese misterioso Reino. Cristo invita también hoy a los cristianos a ser felices, pero a la manera como él y los santos lo han sido.

SUGERENCIAS PASTORALES

Felicidad y fe. Puede haber en nuestras parroquias quienes piensen y vivan, aunque no lo piensen, como si la fe y la felicidad fuesen por caminos opuestos. Digamos: "Si quiero ser feliz, debo dejar a un lado mi fe" o "Si quiero vivir mi fe, he de dejar a un lado la felicidad". Algo así como si al creyente le fuesen prohibidos no uno sólo, sino todos los árboles del paraíso. En realidad es todo lo contrario, podemos probar de todos los árboles del paraíso y ser felices, sólo uno nos está prohibido, y ese es el querer buscar y hallar la felicidad en donde a nosotros nos guste o nos parezca mejor. La experiencia de la vida cristiana es ésta: Entre más profundamente se cree, más se dilata el alma, y se logra mayor capacidad para acoger la felicidad en plenitud, esa felicidad que culmina en Dios, y que abraza toda la creación, todas las creaturas.

Testigos de la felicidad. En el mundo hay muchos hombres alegres -y me refiero a la alegría sana, no al desenfreno-, pero quizá pocos felices. La alegría es un instante fugaz, en que nos sentimos bien, contentos, satisfechos, optimistas, risueños...La felicidad en cambio es duradera: es la paz de quien tiene a Dios y vive en amistad con él, la alegría de servir por amor sin mirar a quien sino sólo por Quien, el silencio interior para escuchar y hablar con Dios, la serena mirada de fe sobre los acontecimientos de la vida y sobre las dificultades y penas de la existencia, la esperanza que no defrauda en la victoria del bien sobre el mal...Todo cristiano, si lo es de veras, está llamado a ser testigo de la felicidad entre los hombres. ¿No será ésta una de las mejores maneras de ir cambiando nuestro ambiente, la sociedad y el mundo en que vivimos?