III Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera lectura: Ex 17,3-7; segunda: Rom 5,1-2.5-8; Evangelio: Jn 4,5- 42

NEXO entre las LECTURAS

La presencia activa y eficaz de Dios en la historia de la salvación y en la vida de los hombres puede ser el concepto unificador de la liturgia de este tercer domingo de cuaresma. El pueblo israelita camina por el desierto, hacia la tierra prometida, y se muere de sed. Dios interviene haciendo salir, por obra de Moisés, abundantes aguas de la roca del Horeb (primera lectura). En el encuentro con la samaritana y con los habitantes de Siquén, Jesús muestra que él es el don de Dios, la presencia de Dios entre los hombres: el agua que sacia la sed del corazón humano, la presencia y palabra eficaz que transforma por dentro a quienes le ven y le escuchan (Evangelio). En la carta a los Romanos, san Pablo escribe: "Al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones". Dios se hace presente en el hombre mediante el Espíritu, derramado como agua fecunda en el corazón humano (segunda lectura).

MENSAJE DOCTRINAL 

La historia de la salvación, en la que estamos inmersos, es la expresión teológica de la iniciativa divina y de su presencia amorosa y dialogal entre los hombres. Dios que "creó" al pueblo de Israel, no lo abandona en sus apuros, sino que cumple con él la promesa de fidelidad al pacto de alianza y le acompaña con su poder en su peregrinación por el desierto. Esta presencia divina no siempre es "visible", más bien parece al contrario que Dios se ha olvidado del pueblo, y éste grita su hambre, su sed, su nostalgia del pasado... Las "entrañas" de Dios se conmueven e interviene eficazmente enviando el maná, el agua abundante, las codornices, la 'esperanza' de una "tierra que mana leche y miel". Entonces el pueblo cae en la cuenta de que Dios realmente es fiel y reanuda su confianza en Él y en sus elegidos: Moisés, Josué, etc.

La samaritana -y con ella sus conciudadanos- parecen abandonados de Dios, pues desde hace siglos han dejado el verdadero culto a Yavéh y se han ido detrás de los dioses de otros pueblos, renunciando así a su identidad judía y a Yavéh, el único Dios (cf 2Re 17, 28-31). Son personas religiosas, pero se han dejado influir por la idolatría, desconocen al verdadero Dios y no saben ni donde ni cómo rendirle adoración. Sin embargo, Dios les va a mostrar su cercanía y presencia por medio de Jesucristo y de los primeros predicadores cristianos. Jesús se les revela como el verdadero mesías, el ungido de Yavéh para salvar a su pueblo, y les revela el verdadero culto a Dios, que no depende de un lugar, sino de la disposición interior: el culto en espíritu y en verdad. Los cristianos helenistas de Jerusalén evangelizarán, pocos años después, toda la región de Samaría con muy buenos resultados. Dios es fiel a su pueblo, y a su designio de salvación.

La fidelidad de Dios, su presencia eficaz en nosotros y entre nosotros, nos la hace sentir el Espíritu Santo, el agua viva derramada en nuestros corazones, el don que el Padre nos ha dado para 'recordarnos' su amor. Esta acción del Espíritu Santo nos da la certeza de vivir "ya salvados" por obra de Jesucristo, que murió por nosotros, y nos abre a la esperanza, una esperanza que no engaña, porque está garantizada por las primicias de salvación ya gustadas aquí en este mundo. 

SUGERENCIAS PASTORALES 

En la actualidad hay signos de Dios y de su presencia entre nosotros, pero también hay signos del mal y de su acción en el mundo. Entre los fieles cristianos, habrá quienes se fijen más en los signos del mal, como habrá igualmente quienes -es de esperar que sean mayoría- ponen su atención más bien en los signos del bien, y de la presencia divina. Pastoralmente, conviene no cerrar los ojos a ninguno de todos estos signos, ni a los buenos ni a los malos, pero habrá que poner de relieve preferentemente los buenos, que nos hablan precisamente de la presencia de Dios entre nosotros.

El Papa Juan Pablo II nos brinda un buen ejemplo. Él ha dedicado las catequesis del 18 y 25 de noviembre de 1998 justamente a exponer algunos de los signos de esperanza presentes en el mundo y en la Iglesia. Repasémoslos brevemente con el Papa.

Entre los signos de esperanza presentes en el mundo el Papa señala: Los progresos realizados por la ciencia, por la técnica, y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana; el enorme progreso en el campo de las comunicaciones, particularmente las comunicaciones sociales; un sentido más vivo de responsabilidad en relación con el ambiente; los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia donde hayan sido violadas; la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el norte y el sur del mundo. Todos estos signos de esperanza, bien orientados, contribuirán a crear la civilización del amor y a instaurar la fraternidad universal. Son signos que los cristianos debemos reconocer, agradecer a Dios, y, en cuanto sea posible, colaborar para llevarlos a cabo según el designio de Dios.

Respecto a la Iglesia, el Papa indica como signos de esperanza: la acogida de los carismas que el Espíritu Santo distribuye con abundancia en la Iglesia; la promoción de la vocación y la misión de los fieles laicos, que preanuncia una epifanía madura y fecunda del laicado; el reconocimiento y la manifestación del papel de la mujer y del "genio femenino en la Iglesia; el florecimiento de los movimientos eclesiales; el movimiento ecuménico en que el Espíritu Santo ha comprometido a los miembros de las diversas Iglesias cristianas; el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea. Dios es fiel, y sigue eficazmente presente en la historia del mundo y en la vida de la Iglesia.