VI Domingo de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Hch 8, 5-8; segunda: 1Pe 3,15-18 Evangelio: Jn 14, 15-21

NEXO entre las LECTURAS

Este último domingo del tiempo pascual prepara y en cierto modo anticipa la fiesta de Pentecostés. La liturgia nos presenta a Jesús prometiendo el Espíritu, ese mismo Espíritu que le devolvió a la vida, y que en nombre de Jesús los apóstoles comunican a los samaritanos bautizados. "Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros", promete Jesús en el evangelio. San Pedro en su primera carta dice: "Cristo en cuanto hombre sufrió la muerte, pero fue devuelto a la vida por el Espíritu" (segunda lectura). Y san Lucas en los Hechos de los Apóstoles presenta a Pedro y a Juan "orando por los bautizados de Samaria, para que recibieran el Espíritu Santo" (primera lectura). 

MENSAJE DOCTRINAL

En la historia de la salvación hay una sucesión armoniosa en la actuación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en beneficio siempre de la salvación del hombre. El Padre es el origen y fuente de toda iniciativa salvífica. En su amor hacia el hombre envía a su Hijo para redimirlo y devolverle su condición filial. Una vez que el Hijo realizó su misión en la tierra, es enviado el Espíritu para que acompañe al hombre en su peregrinar por este mundo hacia el Padre. La liturgia de hoy nos presenta la promesa, hecha por Jesús a los discípulos, de enviarles el Espíritu Santo, para que esté siempre con ellos. ¿Por qué Jesucristo les hace esta promesa? Para que los discípulos no se sintieran huérfanos, ya que Jesús estaba por ir a la muerte y regresar a la casa del Padre. Jesús les dice: "No os dejaré huérfanos, volveré a estar con vosotros" (evangelio), pero no personalmente sino mediante su Espíritu.

El Espíritu Santo, que Jesús promete, es ante todo el Paráclito, es decir, consolador, abogado, animador e iluminador en el proceso interno de la fe. Los discípulos y primeros cristianos experimentarán en Pentecostés, de una manera especial, esta presencia poderosa e iluminante del Espíritu. Es también el Espíritu de la verdad, de la revelación de Dios al hombre, con la que Dios ilumina toda la existencia humana y le da su verdadero significado y razón de ser. Esta verdad será plenamente acogida por los discípulos, proclamada, confesada, y también defendida ante la 'mentira' del mundo, ante los ataques de la falsedad de la mente y del corazón humanos. Es además el Espíritu que da la vida, que devuelve a la vida a Jesús (segunda lectura) y vivifica a los cristianos que creen en el Evangelio, como los habitantes de Samaria (primera lectura); el Espíritu da la vida de Dios, esa vida que, como la zarza ardiente vista por Moisés a los piés del Sinaí, no se consume ni se apaga jamás. El Espíritu es, finalmente, el impulsor de la evangelización tanto de los judíos como de los samaritanos y paganos. Por eso, los comentaristas de los Hechos de los Apóstoles, suelen hablar de tres "Pentecostés": el de los judíos en Jerusalén (Hch 2), el de los samaritanos en Samaria (Hch 8) y el de los paganos en Cesarea marítima (Hch 10). Con la recepción del Espíritu Santo se pone en movimiento la evangelización, la proclamación del Evangelio y la agregación de otros muchos hombres a la comunidad de los creyentes en Cristo. De este modo, el Espíritu hará realidad las palabras de Jesús: "El que me ama será amado por mi Padre; también yo lo amaré y me manifestaré a él".

Las almas santas saben y experimentan que Dios cumple sus promesas. Para los primeros cristianos, ésta fue una verdad indiscutible, objeto de experiencia. Pero las promesas de Dios se siguen cumpliendo también hoy entre los hombres. Claro que hemos de ser muy conscientes de que Dios no nos promete una 'felicidad a la carta', como a veces quisiéramos los hombres; ni un 'mundo' o una 'Iglesia' sin problemas o libres de toda incoherencia; ni unos hermanos cristianos intachables, impecables, siempre con la bondad y la sonrisa en el rostro; tampoco nos promete liberarnos de la calumnia, la persecución, la indiferencia, los malos tratos, o incluso el martirio. Nos promete únicamente el Espíritu, Su Espíritu, y con Él nos da la capacidad para ser felices de un modo nuevo, ajeno a la mentalidad del mundo; nos da la mirada limpia para ver al mundo y a la Iglesia con fe, con optimismo, con paz, con amor; nos da un corazón generoso para abrirnos y acoger a nuestros hermanos en la fe tal como son, con sus debilidades y miserias, con sus cualidades y virtudes, con su fe, su amor y su esperanza auténticos; nos da la gracia de buscar la verdadera liberación, que es primeramente interior y espiritual, y que desde dentro trabaja por conseguir toda otra liberación de los males de este mundo. 

SUGERENCIAS PASTORALES

Puesto que Dios cumple sus promesas, nuestras comunidades han de ser comunidades gozosas y seguras en su fe. Sin querer cerrar los ojos al mal existente, la promesa de Dios continúa actuándose y realizándose en medio de la comunidad. Si no la percibimos, ¿no será que nuestra fe es débil, y quizá enfermiza? Por otra parte, sin dejar a un lado las dudas y perplejidades de los cristianos en la concepción y vivencia de su fe, la presencia del Espíritu de la verdad debe confortar a la comunidad cristiana y proporcionarle una gran solidez en su fe. Nuestra fe no se apoya en los hombres, por más geniales que sean, ni en los ángeles, sino en el Espíritu mismo de Dios, que es Espíritu de Verdad, que es el Maestro Interior que fortifica y garantiza la revelación de Dios y la respuesta de fe a esa revelación.