Ascensión del Señor, Ciclo A

Autor: Padre Antonio Izquierdo   

 

 

Primera: Hch 1, 1-11; segunda: Ef 1, 17-23 Evangelio: Mt 28, 16-20

NEXO entre las LECTURAS

La ascensión de Jesucristo a los cielos marca el final de su presencia histórica en el mundo, pero más todavía el poder y soberanía que ejerce, desde el cielo, como Señor de la historia y del universo. En la despedida de Jesús resucitado, éste se dirige a sus discípulos con estas palabras: "Dios me ha dado autoridad plena sobre cielo y tierra" (Evangelio). Al inicio de los Hechos de los Apóstoles, los discípulos preguntan a Jesús si va a restablecer el reino de Israel, a lo que Jesús responde: "No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder. Vosotros recibiréis la fuerza del Espíritu Santo..." (primera lectura), poder del Padre y fuerza del Espíritu, que son prerrogativas de las que Jesucristo glorioso también participa. En la carta a los efesios, san Pablo pide que Dios nos conceda una revelación que nos permita conocerlo plenamente, que nos permita conocer que Cristo resucitado "está sentado a su derecha en los cielos, por encima de todo principado, potestad, poder y señorío... y que todo lo ha puesto Dios bajo los pies de Cristo" (segunda lectura).

MENSAJE DOCTRINAL

La Ascensión de Jesucristo a los cielos es un misterio de nuestra fe, absolutamente ajeno a nuestra experiencia sensible y terrena. Pero para Dios no hay nada imposible; por ese motivo, las lecturas de la liturgia mencionan en varias ocasiones el poder, la fuerza, la autoridad de Dios. Quien contemplando la historia de la salvación, narrada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, ha visto el desplegarse de la acción poderosa de Dios en el pueblo de Israel y en los discípulos de Jesús, tendrá los ojos de la inteligencia y del corazón más abiertos a este misterio en el que, junto con el de la resurrección, el poder de Dios alcanza las cimas más sublimes. Ascendido al cielo, el Padre ha hecho sentarse a Jesús a su derecha, es decir, ha inaugurado el reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dan 7,13), y manifestando así su fuerza poderosa (segunda lectura).

De esta manera el Padre comunica su poder al Hijo, a Jesucristo glorioso. El poder de Jesucristo es un poder universal, que abarca todas las realidades y seres de los cielos y de la tierra. Es un poder de salvación, jamás de condenación, puesto que su nombre por antonomasia es redentor, salvador; por eso, dice a los discípulos: "Poneos en camino, haced discípulos a todos los pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo" (evangelio). Es un poder que ejerce en la historia, no directamente, sino mediante la fuerza del Espíritu, que recibirán los discípulos para ser "sus testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra" (primera lectura).

Este poder redentor y salvífico de Jesucristo se expresa sobre todo en la Iglesia, "cuerpo de Cristo, y plenitud del que llena plenamente el universo" (segunda lectura) y, en ella y por ella, Jesucristo glorioso lo continúa ejerciendo entre los hombres para salvarlos. Por eso en la Iglesia está ya activo el reinado de Cristo, y ella posee el dinamismo de la esperanza hacia el reino definitivo y eterno, al final de los tiempos. 

SUGERENCIAS PASTORALES

En la vida cristiana se ha de estar atento a dos posibles desviaciones: una, que llamaré pelagiana, es pensar y actuar como si el hombre tuviese 'poder' para conquistar por sí mismo el cielo; la otra, luterna, consiste en estar convencidos y seguros de que 'las obras no cuentan', de que todo depende en absoluto del abandono al poder de Dios. Los cristianos hemos de mantener un difícil equilibrio entre ambas tendencias, que encontramos quizá dentro de nuestro mismo corazón. Si se desequilibra la balanza, con ella se desequilibra la misma vida cristiana: o pondremos la confianza en nuestra 'fuerza', y consideraremos la santidad como una empresa titánica y, por tanto, para poquísimos privilegiados, y el cielo lo veremos como un premio más que merecido a nuestro esfuerzo gigantesco, o por el contrario, desconfiaremos totalmente de nuestras fuerzas y de nuestro esfuerzo a causa de nuestra impotencia congénita, y entonces 'obligaremos' a Dios a manifestar su poder en nosotros, y concebiremos el cielo como un 'regalo' de Dios, independiente de nuestra voluntad y de nuestro comportamiento moral.

El sacerdote es maestro, educador, testigo. Como maestro ha de enseñar a los fieles los caminos de la fe y de la moral, los caminos de la santidad, los caminos hacia el Padre del cielo. Como educador, con paciencia y respeto, hablará a los hombres del cielo, como su destino; iluminará sus conciencias para no desviarse; les acompañará en sus dificultades y luchas diarias en la marcha hacia la casa del Padre; estará siempre disponible para el necesitado de la misericordia de Dios, de la guía espiritual... Como testigo, hará sentir a los demás, con su vida y conducta, que "su verdadera patria es el cielo"; proclamará y confesará con su palabra lo que realmente lleva en su corazón; vivirá desprendido de aspiraciones terrenas, de compensaciones demasiado materialistas, de comportamientos notoriamente mundanos, que no ayudan a los fieles a elevar su mirada hacia el cielo y hacia Dios.