II Domingo de Adviento, Ciclo A

Mateo 3:1-12

Autor: Padre Carmén Mele O.P

 

 

En una famosa pintura de la crucifixión la diminutiva figura de Juan el Bautista está en el primer piano señalando con dedo a Cristo. Contemplando la escena, nos parece extraño. ¿Cómo puede ser que Juan está allí si él fue decapitado cuando durante la vida de Jesús? También, ¿por qué la figura de Juan en el primer piano es más pequeña que la de Jesús en el fondo? Las respuestas no son difíciles cuando meditamos en el evangelio hoy. El papel de Juan en la historia de salvación es para dirigir al mundo a Jesús como su salvador. Así, él siempre será menor que Cristo.

En el evangelio Juan viene proclamando, “…ya está cerca el Reino de los cielos.” Es el mismo mensaje que dará Jesús, pero tiene un matiz distinto. A Juan el Reino significa el castigo por haber pecado. Para evitarlo uno tiene que reformar su vida. A Jesús el Reino representa el gran amor de Dios para todos. Para aprovechárselo los humanos quieren vivir de modo distinto. La diferencia aquí aproxima aquella entre el concepto infantil de Navidad y el concepto maduro. Los niños piensan en Navidad como un regalazo de juguetes y chocolates. Pero los cristianos maduros saben que hay algo más, mucho más. Nos damos cuenta que el único regalo que cuenta es el don de Dios de su hijo para rescatarnos de nuestra locura.

Entonces Juan confronta a los fariseos y saduceos así como hará Jesús en tiempo. Estos dos grupos representan el punto de vista que los ritos externos, sean en la casa o en el Templo, son suficientes para salvar a la persona. Juan y, más tarde, Jesús llaman a los fariseos y saduceos “raza de víboras” porque engañan a la gente con esta falsa prioridad. Juan sabe lo que Jesús va a explicarnos en el evangelio. No es el desempeño de los ritos que cuenta sino la conversión del corazón. En este tiempo festivo nosotros podemos caer en la misma inversión de prioridades. Podemos pensar que es suficiente para nuestra salvación peregrinar con la Virgen el día doce o asistir a la misa del gallo el veinticuatro del mes. Sin embargo, tanto Juan como Jesús dirían que no, nuestra asistencia a estos eventos en sí no va a sacarnos del pecado.

Entonces, ¿vale la pena marchar en las peregrinaciones o venir a la misa con la familia? Por supuesto vale porque estos actos nos conducen al necesario cambio de corazón. Cuando caminamos en las procesiones, nos hacemos en la niña del ojo de la Virgen como Juan Diego en la imagen de la Virgen de Guadalupe. Entonces ella nos mostrará a donde está Jesús. Como oramos en el Salve Regina, “Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos y después de este destierro muéstranos a Jesús.” Asimismo, en la misa siempre escuchamos la palabra de Dios. Esta escucha puede penetrar el corazón como dice la Carta a los Hebreos, como una “espada de doble filo.” Pero, en los dos casos la conversión del corazón nos exige un esfuerzo.

Tenemos que reconocer cómo el cambio a los modos de Jesús puede ser tan duro como una dieta de lechuga. Nuestro orgullo rebela contra la humildad de Jesús, nuestro temor impide su compasión, y nuestro capricho se burla de su honradez. Para lograrlo tenemos que aprender de él por hacernos sus servidores. En el evangelio Juan declara que él no es “digno de quitarle las sandalias.” Quiere decir que él es su servidor de Jesús. Maravillosamente el servicio de Jesús hace a Juan tan libre que puede desafiar a un rey y ganar su respeto. Así nuestro servicio al Señor nos hace libres de vicios que nos avergüenzan y gana la vida eterna que nos da la felicidad. Libres de vicios y felices para siempre -- que comencemos este servicio al Señor ahora.