IV Domingo de Adviento, Ciclo B

Lucas 1:26-38

Autor: Padre Carmén Mele O.P

 

 

(II Samuel 7:1-5.8-12.14.16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)

El rey David está decidido a construir una casa para Dios. Se ha instalado en su palacio de cedro. “¿Te has dado cuenta – David pregunta al profeta Natán – que…el arca de Dios sigue alojado en una tienda de campaña?” Parece como un acto de gran piedad como el millonario que he construido una nueva universidad católica en Florida. Pero, más probable, David quiere adelantar sus propios intereses. En este tiempo el estado de Israel todavía está formándose de la federación débil del período de los jueces. David necesita consolidar su base de poder para que todas las tribus de Israel se sometan a él. Su plan es traer el arca a Jerusalén, la ciudad que acaba a conquistar. Entonces, proyecta hacer un templo para el arca que atraerá peregrinos de todas las tribus. En fin, para los ojos de todos él se hará el juez de jueces, el indiscutido líder de los israelitas.

¿Una estrategia astuta, no? Pero no es muy distinta de los modos que nosotros usamos para imponer nuestra voluntad. ¿Jamás hemos “hecho una aparición” en lugar de participar en el evento de verdad para impresionar a los demás? O, posiblemente, hemos retenido algo que la otra persona necesita hasta que te dé lo que queramos como el supervisor que sólo aprobará el aumento del trabajador si él no reporta sus errores. O hemos hecho al otro sentir la vergüenza si no cede a nuestras exigencias como los padres que tratan a manipular a sus hijos pasar con ellos todos los días de fiesta. No es necesariamente malo decir a los niños que tienen que obedecer para recibir regalos navideños. Pero, sí, es pecado decirles a mentir para sacarnos de una situación inconveniente.

Por supuesto, Dios sabe la duplicidad del corazón humano. Es como la madre que siente olor de tobaco en el aliento de su hija adolescente y le prohíbe de asociar más con sus amigas. Por eso, Cristo nos ha dejado el Sacramento de Reconciliación para enmendar nuestros vicios. Realmente nos cuesta escrudiñar nuestros corazones para la corrupción, ir a la iglesia por las horas indicadas, confesar al otro ser humano que no somos tan buenos como parezcamos, y hacer la penitencia que él decida apropiada. Tal vez sintamos tan molestos como David debe sentir cuando Dios lo informa que no es de él a construir el templo.

En contraste a David podemos mirar hacia María en el pasaje evangélico de hoy. Podemos nombrar tres virtudes indudables en su comportamiento. Primero, ella es humilde. Se preocupa cuando oye las palabras “llena de gracia” dirigidas a ella. Evidentemente su desconcierto resulta del hecho que, como llena de gracia, ella no se piensa en sí misma así. Segundo, es inocente. No hace fantasías en tener relaciones ilícitas para realizar lo que se le dice. Piensa sólo en vivir rectamente en conformidad con la ley de Dios. Finalmente, es sumisa a la voluntad de Dios. De hecho, se describe a sí misma como una “esclava” esperando el orden de su señor. En nuestra tradición cristiana Jesús siempre es el dechado de virtud, el modelo que seguimos sobre todo. Sin embargo, reconocemos a María, su madre, como otra persona de corazón puro y digna no sólo de nuestra admiración sino también de nuestra imitación.