(Sabiduría 7:7-11; Hebreos 4:12-13;
Marcos 10:17-27)
Hay una historia de un rey cruzado rey que era prisionero de un
sultan. El rey se jactó al sultan que su espada era la más aguda en el
mundo. Para probarlo – dijo el rey -- partiría una barra de hierro.
Entonces, el rey alzó la espada de dos filos sobre un trozo de hierro y
la bajó con gran esfuerzo partiendo la barra en dos. El sultan comentó
que era más la fuerza del cruzado, no la agudeza de la espada, que
partió el hierro. Entonces el sultan echó en el aire un pañuelo de seda
y puso su cimitarra bajo donde iba a caer. Cuando el pañuelo tocó la
cimitarra, se partió en dos partes demostrando que la cimitarra tenía el
filo más agudo. La carta a los Hebreos dice que, como la cimitarra del
sultan, la palabra de Dios penetra con más eficaz que una espada de dos
filos.
Ciertamente la palabra de Dios era capaz de penetrar el alma de Joseph
Dutton. Como joven veterano de la Guerra Civil de los Estados Unidos,
Joseph se casó, pero en menos de un año su esposa lo divorció. La amarga
experiencia llevó a Joseph a beber alcohol por diez años. Entonces
encontró la Biblia que cambió su vida. Joseph convirtió a catolicismo, y
tres años después llegó a la isla de Molokai, Hawai, para ayudar a Padre
Damien en su ministerio a los leprosos. Cuando Padre Damien murió de la
lepra en 1889, el hermano Joseph, como se llamaba entonces, asumió mucho
da la administración de la colonia. Él sirvió a los leprosos cuarenta y
cuatro años hasta su propia muerte.
El evangelio nos regala otro ejemplo del poder de la palabra de Dios.
Pero en este caso la palabra tiene un “P” mayúsculo. Jesucristo, la
Palabra de Dios encarnada, recibe a un rico que le pregunta cómo
alcanzar la vida eterna. Jesús, mirándolo con amor, le invita a dejar
sus riquezas para seguirlo. Sin embargo, el hombre, como la semilla
sembrada entre espinos, se preocupa más por las riquezas del mundo que
por la vida eterna y huye de Jesús.
Al final de la lectura parece que la carta a los Hebreos misma ve a
Jesucristo como la palabra de Dios que nos juzga. Dice que a él “debemos
rendir cuentas”. Si nos hemos aprovechado de su sabiduría en el
evangelio y de su amistad en la Iglesia, tenemos que mostrar nuestras
respuestas a toda esta bondad. Ya no nos vale exagerar nuestras virtudes
ni esconder nuestros vicios. ¿Hemos sido verdaderos discípulos
conformando nuestras vidas a la suya? O ¿quedamos absorbidos en nuestros
propios intereses – “mi belleza”, “mi dinero”, “mi personalidad
encantador”? Jesús nos exige la verdad.
Había un maestro que cuando daba un examen pasó por las filas de
estudiantes sentados. Cuando vio a un muchacho teniendo dificultad, el
maestro mirándolo con amor se agachó para ayudarlo. Podríamos ver a
Jesús, la Palabra de Dios con mayúscula, así. A él “debemos rendir
cuentas” pero nos ayuda superar la preocupación con riquezas para
conformar nuestras vidas a la suya. Nos ayuda conformar nuestras vidas a
la suya.