(Hechos 13:14.43-52; Apocalipsis 7:9.14-17; Juan 10:27-30)
Hipólito Desideri era un misionero jesuita. Fue a Tíbet en las
Himalayas en el año 1715. Quería convertir a los budistas de esa
tierra al Catolicismo. Con esta finalidad en cuenta, dominó su
lenguaje; estudió sus escrituras; y entró en debates con sus sabios.
Sin embargo, después de seis años el padre Desideri no logró nada de
la conversión masiva que había imaginado. Se retiró tan grande un
fracaso como Pablo y Bernabé en su predicación entre los judíos de
que escuchamos en la lectura de los Hechos hoy.
Los judíos no quieren oír nada de Jesús y su resurrección de la
muerte. Pues, tienen su propia creencia sobre el mesías que
aparecerá como rey de ejércitos para derrotar a todos los enemigos
de Israel. Hasta entonces el objetivo de buenos judíos es observar
la ley de Moisés con todo el empeño de un joyero arreglando relojes.
Es como muchas personas en nuestra sociedad que no quieren escuchar
nada de la religión. No es que les haya faltado la religión sino que
la religión no produce maravillas ánima que muevan el corazón. En un
mundo donde teléfonos toman fotos, dirigen carros, despliegan las
noticias, escriben mensajes, al decir nada de las docenas de tonos
con que te señalen, ¿quién podrá satisfacerse con la fe en
realidades espirituales?
La verdad es que la fe les interesa a muchas personas. Apoya a
aquellas personas que busquen un centro alrededor de que podrían
construir sus vidas. La fe en Cristo sirve como la fuente de la
verdad, de la vida, y de la libertad a un periodista italiano que
estaba en las tinieblas de una religión que, según él, legitima la
decepción y la violencia. La fe en Cristo provee la esperanza a una
mujer norteamericana que acaba de recibir una diagnosis médica
preocupante. La fe en Cristo proporciona un sentido de la alegría a
una joven latinoamericana trabajando en una fábrica por un sueldo
rebajado. Estas personas asemejan a los paganos en la lectura cuyo
gozo desborda cuando se dan cuenta de su destino eterno por abarcar
la fe en Cristo.
Pablo y Bernabé predican como enviados particulares de la iglesia en
Antioquia. Sin embargo, no es necesario que se reciba la bendición
de una comunidad para evangelizar. De hecho, Jesús ha comisionado a
cada uno de nosotros para hacer discípulos de las naciones en su
nombre. El Vaticano II y los papas han reconfirmado la misión de
todos bautizados a evangelizar. Lo hacemos tanto con acciones como
con palabras. Realmente, predicamos más por el cuidado que mostramos
a los otros. El gran obispo brasileño, Dom Helder Cámara, una vez
advirtió a sus oyentes que se preocuparan de su manera de vivir.
Dijo: “Sus vidas pueden ser el único evangelio que sus hermanos e
hermanas escuchan en sus vidas”.
Sin embargo, no estamos limitados a predicar con acciones porque no
somos sacerdotes o religiosas. Unos jóvenes católicos entre
dieciocho y veintiocho años dedican un año de sus vidas a llevar la
palabra de Dios a grupos en parroquias y escuelas. Se forman en
equipos de diez personas para dar retiros y días de reflexión a
través del país. Cada equipo lleva un van con remolquecito pero,
mucho más representativo de estos “Equipos Nacionales de
Evangelización” es su espíritu de vida y amor. Si hablamos de Cristo
a otros brillando la misma vida y amor, no habrá razón de sentir
ninguna vergüenza.
En el espectáculo “Misa” de Leonardo Bernstein se brinde la canción
“La palabra de Dios”. Dice en contra a todos los poderes malvados
del mundo: “No se puede encarcelar la palabra de Dios”. Aunque
algunos traten de enterrarla por decepción y violencia, siempre les
escapa la palabra de Dios. Aunque otros traten de sobrecogerla con
docenas de tonos, siempre les supera la palabra de Dios. Aunque a
todavía otros no les pueda satisfacer, a nosotros nos anima con vida
y amor la palabra de Dios. “No se puede encarcelar la palabra de
Dios”.