(Hechos 15:1-2.22-29; Apocalipsis 21:10-14.22-23; Juan 14:23-29)
Una balada
norteamericana cuenta de Mateo. Es tío del compositor. Mateo vino a
vivir con la familia del compositor en Kansas después que un tornado
lo despojó de su propia familia y granja. Dice el compositor que
Mateo era más que un pariente a él; se hizo amigo que lo guió a un
aprecio más profundo de la vida. Termina la balada por decir que
para Mateo el gozo era sólo el fundamento de la vida; el amor, sólo
la manera de vivir y morir; el oro, sólo el color de un campo de
trigo; y azul, sólo el cielo estival. En el evangelio hoy Jesús nos
promete una amistad semejante o, más bien, una amistad infinitamente
más beneficiosa.
Dice Jesús que él y su Padre posarán en aquella persona que cumpla
su palabra. “¿Por qué querríamos que Dios viva en nosotros?”,
pudiéramos preguntar. La respuesta es lo mismo si estuviéramos
preguntar, “¿Por qué querríamos estudiar en la universidad o casarse
con una persona buena?” Tener a Dios con nosotros es conocer la
verdad y experimentar el amor. Es vivir contento, satisfecho,
agradecido. Una vez el gran primer ministro de Inglaterra Winston
Churchill recordó a su amigo, el presidente estadounidense Franklin
Roosevelt: “Encontrarse con él era como descorchar una botella de
champaña y conocerlo era como beberla”. Tener a Dios como huésped
nuestro nos da aún más satisfacción.
Jesús especifica lo que es tenerlo y su Padre como amigos -- es
conocer la paz. Pero su concepto de la paz sobrepasa lo de nosotros.
Como judío, para Jesús la paz no es simplemente el cese de combate o
aún el retiro de armas. No, en la tradición hebreo la paz – el
shalóm – es la plenitud o la perfección. Los hondureños dirían
“macanudo” y los costarricenses, “pura vida”. Es cómo sentimos
cuando todo nos va excelente, cuando no sentimos nada de culpa o de
preocupación o de necesidad. La paz que Jesús nos ofrece es como
regresar de la universidad a la cocina de mamá después de hartarnos
con el buffet y de desvelarse estudiando con píldoras antisueño. Es
probar su cocido hecho no solamente con el amor sino también con el
tiempo para absorber los ricos sabores de la carne, de las verduras,
y de las especies. Es escuchar sus dulces palabras de consuelo:
“Descansa, mi hijo; has hecho tu mejor. Deja a Dios suplir el
resto”.
Tal vez imaginemos que nuestra mamá sea más misericordiosa que Dios.
Posiblemente ella se desilusione con nosotros si nos faltó a
llamarla el domingo, pero jamás se nos quita el amor. Al otro lado,
a veces Dios nos parece inflexible. ¿No es que Él nos quite la
gracia si hacemos un pecado mortal? Pero ¿quién se le quita a quién
la gracia? Cuando rehusamos a asistir a la misa dominical, nos
apartamos de la luz para avanzar en este mundo de tinieblas. ¡Que no
nos equivoquemos! El mandamiento de mantener santo el día del Señor
– como todos los mandamientos – es una misericordia, no un castigo.
Nos hace posible alcanzar al destino eterno que anhelamos desde el
fondo de nuestro ser. Y cuando nuestros antojos nos desvían del
camino, Dios siempre nos llama atrás por la conciencia. Es mejor que
nuestra madre porque nunca nos consiente, nunca nos permite pensar
que somos como muñecas perfectamente proporcionadas en todo.
“El ‘M’ es para las muchas cosas que me has dado; el ‘A’ significa
sólo que anciana te has transformado…” escribe un predicador en su
tributo anual para las madres. Es cierto; estamos infinitamente
endeudados a nuestras madres. Sobre todo les debemos un profundo
“muchas gracias” por haber presentarnos con Dios. El ‘D’ tiene que
ser para Él. Él nos refresca mejor que cualquier cocido. Nos
enriquece más que campos de oro. Sí, madres, muchas gracias por
encontrarnos con Dios.