III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

San Lucas 1, 1-4; 4, 14-21.
El Espíritu de Dios está sobre mí. ¿Qué Espíritu?

Autor: Padre César Tomás Tomás



Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 1, 1-4; 4, 14-21.

Excelentísimo Teófilo:
Muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo las tradiciones transmitidas por los que primero fueron testigos oculares y luego predicadores de la palabra. Yo también, después de comprobarlo todo exactamente desde el principio, he resuelto escribírtelos por su orden, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido.
En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, desarrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
“El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres,
para anunciar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista.
Para dar libertad a los oprimidos;
para anunciar el año de gracia del Señor”.
Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba y se sentó.
Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él.
Y él se puso a decirles:
“Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”.



EL ESPÍRITU DE DIOS ESTÁ SOBRE MÍ. ¿QUÉ ESPÍRITU?


Cuando dicen de alguien que ‘le falta espíritu’, se quiere afirmar que le falta vida, empuje, ánimo… Otras veces el comentario que se hace sobre alguien es: ‘fulanico es el espíritu de la contradicción’ para significar algunas personas testarudas, tercas o siempre disconformes.

Claro, que podemos tener espíritu y ser más bordes (con perdón) que la grama. Pero entonces ese espíritu es el espíritu del mal; no se ve pero actúa en la sombra, maquina en las tinieblas, sabe a donde va, su norte es la destrucción, se nutre en la división y crece en la carroña de la mentira y el interés encubierto o explícito. Es la misma encarnación del maligno, espíritu diabólico, es la más clara demostración de la existencia del demonio, de la fuerza del mal. El espíritu del mal, el poder de las tinieblas es la descomposición de la persona, la putrefacción del alma. Lo único que le interesa es el poder, el dinero y la apariencia. Se busca a sí mismo y para ello se alía con los que le bailan el agua o con los que favorecen sus intereses.

Nadie está exento del ataque de este espíritu maligno: tienta a niños y ancianos, a casados y célibes, se ceba con políticos y personas influyentes, puede anidar en sacristías o en togas, husmea en el rastro de las cuentas corrientes… Como bien dice San Pedro: ‘como león rugiente anda buscando a quien devorar’ y ante quien el apóstol nos dice: ‘¡resistidle firmes en la fe!’.

En el Evangelio de hoy, Jesús nos habla del Espíritu de Dios. Tomando el texto de Isaías proclamó: “El Espíritu de Dios está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista…” Esta es la diferencia entre el espíritu de Dios y otras historias o diabluras. El Espíritu de Dios siempre se manifiesta empujándome hacia alguien para hacer el bien. El Espíritu se manifiesta en la Iglesia dando vida, uniendo, provocando encuentros.

No es una alucinación mística que me hace ver cosas raras o me impone cargas sinsentido. No. Los grandes beneficiados o destinatarios del Espíritu sobre mi vida son los demás. Cuanto más viva yo la presencia del Espíritu en mi vida, más repercutirá en la vida de los demás como lluvia bienhechora.

Cuando el Espíritu Santo nos llena con su don sentimos deseos de alcanzar la perfección, vamos ganando en reflejos primarios hacia la santidad de la vida diaria normal y corriente. El Espíritu que, de verdad es de Dios, dulcifica nuestro carácter y nuestra expresión. El Espíritu de Dios nos hace ver lo positivo en los demás y nos confiere la gracia de mirar al otro desde los ojos de Dios. Cuando conversas con una persona llena de Espíritu, con muy pocas palabras te convence; a lo mejor con una mirada. Está dotado de una sabiduría sencilla, casi ingenua pero irrefutable. La coherencia de la persona ungida de Espíritu se manifiesta en la exigencia personal consigo misma y en la comprensión ante el pecado o la fragilidad de los otros.

A la vez que el enriquecimiento interno y la paz interior y total del alma, el Espíritu de Dios implica a cada uno para tomar parte en la ayuda de toda miseria humana. Impulsa con fuerza a hacer el bien. Todo es sencillo y fácil a la hora de ayudar a los demás. La persona espiritual en su auténtico sentido (con Espíritu) hace el bien como una manera de ser, de la forma más natural, sin voluntarismos (que luego pasan factura) sino con el anonimato y la fe de los santos y la eficacia de los detallistas.

Toda esa lista de acciones materiales que obra el Espíritu (vista a los ciegos, libertad a los cautivos,…) culmina con ‘la Buena Noticia a los pobres… y anunciar la Salvación del Señor). El Espíritu no es una ong que reparte medicinas o pan solamente. La Salvación que nos alcanza el Espíritu es descubrir que la vista del ciego consiste también (y mucho más) en la claridad del corazón; que la libertad del cautivo es romper las cadenas que uno mismo se pone y las esclavitudes en las que uno se deja atrapar.

Todos sabemos que esto no se logra por nuestra bella cara sino que tenemos que orar, desearlo y valorarlo como el don más grande que Dios nos puede dar.

Nos corresponde hoy pedirle al Espíritu Santo que nos llene con su luz y con sus dones. ¡Qué bien si hoy desde nuestra plegaria, constancia y sencillez, después de meditar este texto, podemos concluir con Jesús de Nazaret: “Hoy se cumple esta escritura…”!