IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 5, 1-12a: La felicidad no admite atajos

Autor: Padre César Tomás Tomás

 

 

Lectura del Santo Evangelio según San Mateo 5, 1-12a

En aquel tiempo, al ver Jesús al gentío subió a la montaña, se sentó y se acercaron sus discípulos, y el se puso a hablar enseñándoles:

Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán «los Hijos de Dios.» Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten, y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa.
Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.


LA FELICIDAD NO ADMITE ATAJOS

El botellón se adelantó. A las cuatro de la tarde, por la avenida hacia arriba, subían pandillas de adolescentes, casi niños, con botellas en bolsas de plástico. Es su manera de celebrar el Jueves Lardero. A la fiesta del encuentro popular y de la gastronomía de cada región se le ha añadido desde hace algún tiempo el consumo desmesurado de alcohol entre la gente joven.

Es un componente más de la búsqueda de la felicidad rápida de nuestra sociedad actual. Puede ser también otra forma más de espantar el vacío que se va produciendo desde edades tempranas…

¿Qué piensas tú…?

En el Evangelio de hoy Jesús nos habla de la verdadera felicidad. Las Bienaventuranzas significan el camino hacia la felicidad verdadera. Bienaventurado es sinónimo de feliz, dichoso, etc. La bienaventuranza, la felicidad que nos anuncia y a la que nos invita Jesús en el Evangelio no es un camino fácil ni una evasión pasajera. Tampoco es un mecanismo de justificación de las cosas que hacemos mal y nos cuesta rectificar. Exige una actitud continua ante la vida. Crece en el amor a Dios y se expresa con los demás en la vida diaria.

La felicidad del Evangelio, la bienaventuranza, no admite equívocos: soy feliz o desgraciado; feliz o desdichado (sin dicha); soy feliz o gris; soy feliz o ‘carne de cañón’ que se confunde con el ambiente, sin contraste, sin nada relevante.

En los dominios de la pseudofelicidad está la apariencia: en lugar de buscar de lleno la felicidad podemos camuflarnos con la careta del carnaval: disimular como si fuéramos felices, con los ojos llenos de tristeza y de deseos ocultos; hablar como si eligiéramos la pobreza, encubriendo nuestra codicia; alardear de nuestra limpieza, tapando debajo de la alfombra la suciedad que nos impregna; vocear pacifismos, siendo conscientes de nuestra violencia hasta doméstica y en rivalidad con los más cercanos; proclamar la misericordia, con la intransigencia de nuestra vida.

Todos los anuncios de los medios de comunicación y de las paredes de las calles nos ofrecen la felicidad soñada: mensajes que apuntan soluciones rápidas y eficaces de felicidad dirigidos a nuestros bolsillos o a nuestros instintos. Incautos de nosotros que picamos en ellos y constatamos (como en la tentación y caída del Paraíso bíblico) que no sólo no nos dan la felicidad prometida sino que nos quedamos con una insatisfacción enorme, con los instintos en estado salvaje y los bolsillos vacíos o envilecidos.

La felicidad y bienaventuranza que nos pide Jesús pasa por el desprendimiento y por no llamar dios a nada ni a nadie que no sea Él.

La frase que se repite en las Bienaventuranzas es: “… serán llamados hijos de Dios”. ¡Qué alegría más grande ser llamados hijos de Dios, pero no por los hombres a los que puedo confundir o engañar; sino que esta alabanza esté pronunciada por el mismo Dios en lo más profundo de mí ser! La dicha auténtica se mide por la resonancia y el eco verdadero que provoca nuestra vida en los demás: paz, misericordia, entrega...

De los santos (verdaderos bienaventurados) decimos que han sido un regalo de Dios para la humanidad. Pues bien: creo que la vocación singular y universal de cada uno es la llamada a ser y hacer de nuestra vida un verdadero regalo de Dios para los demás. Cuando no es así es porque llevamos en nuestra historia personal residuos o grandes porciones de malaventuranza, de desdicha, de infelicidad, de la semilla del mal.

La felicidad, la bienaventuranza es como el vino bueno, de solera: requiere tiempo, no admite atajos.

La felicidad total la disfrutaremos en el Cielo; mientras tanto, las bienaventuranzas son el camino, la tensión constante, la manera de andar y de vivir, el termómetro de nuestro estado, la solución personal a tantos interrogantes sobre el sentido de la vida o el quehacer cotidiano. No se nos da ahora plenamente pero sí que disfrutamos ya de sus dones: tranquilidad de conciencia, transparencia, ojos limpios que no tenemos que bajar ante nadie, paz interior que se irradia automáticamente a los demás…

Proclamar en el Evangelio de hoy las Bienaventuranzas de Jesús es la mejor manera de quitar de nuestra vida todas las caretas y disfraces que nos vamos poniendo en nuestra historia y nos preparan para la ceniza del miércoles como entrada al tiempo de conversión, alegría profunda y cambio que es la Cuaresma. ¡Bienaventurados nosotros que tenemos esta oportunidad!