V Domingo de Cuaresma, Ciclo C

San Juan 8, 1-11. Los ojos limpios y el corazón y las manos sin piedras

Autor: Mons. Ciriaco Benavente Mateos

 

 

Lectura del Santo Evangelio según San Juan 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
”Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?”
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
“El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos.
Y quedó solo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
“Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?”.
Ella contestó: “Ninguno, Señor”
Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”.

LOS OJOS LIMPIOS Y EL CORAZÓN Y LAS MANOS SIN PIEDRAS

Jesús había pasado la noche, como tantas veces hacía, orando en el monte de los Olivos. Al rayar el día ya andaba enseñando por los pórticos del Templo. El amor siempre madruga. De repente, un grupo vociferante de fariseos rompe el cerco de los que le escuchaban y empuja ante Jesús a una pobre mujer cogida en adulterio. Machistas ellos, traen a la mujer, no al cómplice masculino.

Han encontrado el modo de “cazar” al profeta que, a la vez que predica el perdón y la misericordia con los pecadores, ha dicho reiteradamente que no viene a abolir la ley, sino a cumplirla. La ley ordenaba apedrear hasta la muerte a las adúlteras. La trampa estaba servida: Inclinarse por la ley significaría para Jesús perder la aureola de la misericordia que encantaba a la gente del pueblo. Inclinarse por la misericordia era ir claramente en contra de la ley.

Jesús guarda silencio. Con la cabeza baja se dedica a escribir signos en la tierra. Todos seguramente hemos garrapateado líneas sin sentido sobre un papel en momentos embarazosos. Así se va haciendo la calma en el corazón paralizado de aquella mujer y en las mentes furibundas de los acusadores. Pasado un rato, alza la mirada y dice sólo unas pocas palabras: “El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra”, Y prosiguió escribiendo en la tierra.

El silencio se hacía pesado, insoportable. Hay silencios que matan y silencios que sanan. En el silencio cada hombre tiene la oportunidad de mirar el fondo de su propio corazón. Jesús, al rayar en la tierra, era como si estuviera escarbando en el corazón de los acusadores. Cuenta el evangelio que empezaron a alejarse en silencio, empezando por los más viejos.

Al fin quedan solos Jesús y la mujer. “¿Dónde están los acusadores?.¿Ninguno te ha condenado?. Tampoco yo te condeno; vete en paz y no peques más”. Bien conocía Jesús el sentimiento de culpa y de arrepentimiento que afloraba en el corazón de la mujer. El era el único con derecho a tirar la primera piedra, pero él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.

“Vete”, dice Jesús. Era como decirla que volviera a vivir, a esperar, a recuperar la dignidad. Era como enviarla a proclamar que más allá de la era de la ley, comenzaba la era de la gracia. Y la mujer, tantas veces seducida y luego abandonada tuvo la experiencia de un amor nuevo, como nunca lo había experimentado en brazos de ningún hombre.

Con esta actuación Jesús no justifica el adulterio. Lo condena explícitamente, aunque con delicadeza exquisita: “No peques más”.

La mujer abatida, avergonzada, llena de miedo bajo las miradas de sus inquisidores, sin posibilidad de defenderse, refleja bien la imagen de la mujer en aquella sociedad. Ello aumenta la grandeza de la acción de Jesús.

Es verdad que en nombre de Dios se han dictado demasiadas sentencias. En nombre de Dios fue condenado a muerte el mismo Jesús. Pero los juicios de Dios no son como los nuestros. Para juzgar justamente hay que amar mucho al prójimo. Condenar sin amor es como condenarse a sí mismo.

Un amigo escritor se atreve a señalar algunas condiciones para empezar a tirar piedras a la adúltera:
-Amarla de verdad, tanto como a sí mismo, como si fuese su mujer o su hija.
-Amarla con un amor redentor que, lejos de destruir, renueva a la persona.
-Amarla hasta estar dispuesto a ponerse en su lugar para ser lapidado y condenado en vez de ella.
-Experimentar, por cada piedra que tire, un dolor semejante.
-No haber mirado nunca a una mujer como puro objeto de deseo.
-Tener lo ojos limpios y el corazón enteramente limpio.
-Tener corazón compasivo como el de Dios.

Con estas actitudes ¿nos consideraríamos capaces de tirar la primera piedra?. Dios no quiere la muerte del pecador, sólo la del pecado. Seguro que la mujer no olvidaría jamás la fuerza renovadora de aquel amor misterioso, donde se remansaba toda la ternura del Dios que es Amor.