VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

San Lucas 6, 17.20-26. Bienaventurado sereís

Autor: Mons. Ciriaco Benavente Mateos

 

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 6, 17.20-26

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón.
Él, levantando los ojos hacía sus discípulos, les dijo:
“Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis.
Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre.
Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.
Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre.
¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis.
¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas”.

BIENAVENTURADOS SERÉIS

Las Bienaventuranzas, Evangelio concentrado, son una propuesta de felicidad.

Como ya constataba San Agustín, al menos en esto estamos todos los humanos de acuerdo: en que buscamos la felicidad. Sin embargo, el hecho mismo de que empleemos tantas palabras para definirla -fortuna, dicha, suerte, satisfacción, calidad de vida...- pone en evidencia el desacuerdo sobre su contenido.

Hay incluso quienes afirman que la felicidad no existe: “Por felicidad no alcanzo a entender algo que dure más de un segundo, puede que dos o tres como máximo” (H. BólI); “es imposible, pero imprescindible” (Savater); es “el imposible necesario” (Julián. Marías).

Y es que nada más alcanzar algo deseado, empieza a gestarse en nosotros la insatisfacción. La vida siempre pide más. Damos por supuesto que teniendo cosas (dinero, éxito, salud, todo lo que llena un deseo inmediato) seremos felices. Pero sólo logramos lo que hemos buscado.

Cuanto más necesitamos para ser felices, tanto más amenazada está la felicidad; y una felicidad amenazada no es felicidad, sino desasosiego. Quizá por eso tantos viven a caballo entre la excitación y el hundimiento, entre la euforia y la depresión. Hay quienes, no careciendo de nada, son profundamente infelices, viven en “la melancolía de la satisfacción” (Bloch).

A lo mejor es que la felicidad no hay buscarla fuera, sino dentro; no en las cosas, sino en el hombre mismo y en su actitud ante las cosas. La vida comporta alegrías, pero también desdichas, conflictos, fracasos, miedos, aburrimiento. Frente a ello, el hombre ha elaborado sus propias bienaventuranzas: “Dichosos los que tienen dinero, los que triunfan, los ganadores, los admirados, los que pueden disfrutar al máximo...”. Pero tales bienaventuranzas, más que fuente de paz y gozo, suelen serlo de envidia, de violencia, de rivalidad.

¿Y si fuera verdad que la felicidad crece a medida que vamos aprendiendo a liberamos, a no dejamos aprisionar por las cosas; cuando vamos abriéndonos a la verdad más profunda del hombre, al amor, a los otros, a Dios, que es nuestra plenitud? Porque la felicidad reclama plenitud, eternidad.

La felicidad postulada por el Evangelio no es algo fabricado por el hombre, ni fruto de su esfuerzo. Es el gozo que experimentan quienes se sienten tan queridos por Dios que, desde ahí, van sintiéndose libres, desprendidos, misericordiosos, constructores de paz, capaces incluso de padecer persecución por la justicia.

Las bienaventuranzas del evangelio antes que exigencia, son gracia. No se oponen al gozo de vivir. Los placeres sencillos compartidos nos permiten intuir en el fondo de nuestro ser el destino feliz al que estamos llamados.

La cultura moderna alberga, desde los últimos siglos, la sospecha de que Dios es enemigo de la felicidad humana. No supimos presentar el evangelio como Buena Noticia. Seguramente todavía son muchos los cristianos que no han experimentado así el seguimiento de Jesús. No es extraño que se alejen de un Dios al que presienten peligroso y amenazador, que hace la vida más difícil de lo que ya es.

Tendremos que volver a descubrir que el Dios de Jesús es siempre gracia liberadora, fuente de sentido y de vida agraciada, fuerza y alegría para vivir. Y así pasar por la vida como gracia para los desgraciados. Lo que mejor proclama la gloria de Dios es, desde ahora, un hombre lleno de vida, una humanidad dichosa y liberada.