XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

San Lucas 19, 1-10: La muerte el tabú de hoy(I)

Autor: Mons. Ciriaco Benavente Mateos

 

 

Lectura del Santo Evangelio según San Lucas 19, 1-10

En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo:
«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa.»
Él bajó en seguida y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo:
«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador.»
Pero Zaqueo se puso en pie y dijo al Señor:
«Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más.»
Jesús le contestó:
«Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.»

LA MUERTE: EL TABÚ DE HOY (I)

El mes de Noviembre se abre con la fiesta de Todos los Santos. Desde esta contemplación luminosa, que invita a la esperanza en un éxito feliz de la existencia, la liturgia nos enfrenta, a renglón seguido, con la trágica realidad de la muerte en la celebración del Día de los Difuntos.

En la sociedad del bienestar la muerte se ha convertido en un tema tabú, sobre el que no gusta que se hable ni siquiera en los funerales.

En la obra "Un mundo feliz" de Huxley hay dos escenas que contrastan profundamente: Una es la del "salvaje", que, ante su madre muerta, da rienda suelta a un dolor que escandaliza a enfermeras y visitantes del hospital. El llanto y los gritos se ven como algo no sólo inconveniente y excesivo, sino indecoroso y obsceno.

El reverso viene en otra escena: Una educación aséptica intenta extirpar todo sentimiento de angustia o rebeldía ante la muerte. La educación comienza a los dieciocho meses, haciendo pasar a cada niño dos mañanas, cada semana, en el hospital de moribundos donde encuentran los mejores juguetes y se les obsequia con helados de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo normal y corriente, "como cualquier otro problema fisiológico", que dice muy profesionalmente la Maestra Jefe.

Y, sin embargo, el problema de la muerte sigue ahí, como el más serio, inevitable y universal que puede plantearse el hombre. Las esquelas mortuorias, las enfermedades incurables, los accidentes de carretera o de trabajo, las catástrofes naturales o provocadas no cesan de suscitar dicha cuestión.

A la pregunta por la muerte va unida, quiérase o no, la pregunta por la supervivencia, por el significado de la vida y de la historia. La finitud o no finitud del hombre es trasunto de la finitud o no finitud de la humanidad, están en juego el sentido del presente y del futuro. Importantes pensadores han visto en el ocultamiento de la muerte como un deterioro narcotizante de la conciencia de sí mismo y, por el contrario, en su emergencia han encontrado como la llave hermenéutica de la comprensión de la existencia: "Sólo quien encara la muerte con lucidez y libertad conquista la autenticidad", decía Heidegger.

En general el pensamiento materialista ha escamoteado el problema al poner el sentido de la historia en un progreso sin término de la humanidad, en una salvación abstracta donde nada se salva en concreto, dado que lo concreto, que es lo realmente existente, nace, crece, muere y desaparece.

Sin embargo, todas las grandes civilizaciones, sin excepción, han afirmado la supervivencia del hombre y han celebrado, de una u otra manera, el culto de los muertos. Y es que el hombre ha intuido lúcidamente que sólo hay salvación real si se da en totalidad, incluyendo la muerte. Sacar de aquí la consecuencia de que lo temporal no importa no sería correcto. Una salvación eterna bien entendida, como puso de relieve el Concilio Vaticano II, no debería anular, sino empujar y comprometer a la transformación de esta tierra.

Los viejos catecismos incluían la muerte entre las llamadas "verdades eternas". Quizá el abuso monotemático de los "novísimos", en algunos casos, o la excesiva utilización del miedo como elemento pedagógico, en otros, dio lugar a que tal tipo de predicación acabara en un cierto desprestigio. Pero una cosa es el posible mal uso, y otra, que ocultemos al hombre la seriedad de la muerte.

En el sentido de la muerte se juega el sentido de la vida. Gracias a la ciencia se han logrado admirables progresos, pero si no somos otra cosa que una caravana hacia la nada, como profesa el credo del materialismo, la vida individual y colectiva, a la postre, sería la suprema frustración de la humanidad.

"Cristo, nuevo Adán, ... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación", dice el Vaticano II. Pero de este tema seguiremos hablando.