II Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Marcos 9,2-10: ¡Qué bien se está aquí! Pero...

Autor: Mons. Ciriaco Benavente Mateos

 

 

A la oscuridad, como a la luz, hay que acostumbrarse poco a poco. Cuando una u otra llegan de golpe, nos ciegan. Hay que dar tiempo al tiempo para dejar que se adapte la pupila y podamos empezar a vislumbrar los objetos.

Tanto la pasión de Jesús como su resurrección son cegadoras, aunque lo sean en bien diverso sentido. Nos van a asomar a unas realidades tan hondas y desconcertantes que nuestra sensibilidad necesita ir ambientándose para que la oscuridad de la cruz no nos hunda en el sin sentido, para que la luz de la resurrección no nos deslumbre.

Las lecturas de este domingo nos preparan los ojos de la fe para captar el sentido de la Pascua, que es la meta a que conduce la Cuaresma.

En la primera lectura de este domingo Dios pide a Abrahán algo inconcebible: Que sacrifique sobre el monte Moria al hijo de la promesa. Está aquilatando al fuego la fe de un hombre que ha decidido fiarse de Él. Al final, pasada la tormenta, todo se ilumina. Una nueva bendición acrisola la promesa.

Ya tenemos una clave segura para comprender el aparente disparate que supone la muerte de Jesús. Así lo interpreta San Pablo: “El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros ¿cómo no nos dará todo en Él?".  Las claves del amor son siempre claves de locura. Debe de ser mucho el amor que Dios nos tiene para permitir que llegue hasta el final el proceso que va llevar a su Hijo a la muerte.

Los tres discípulos de Jesús, que iban a estar en el meollo de la crisis siendo testigos inmediatos, necesitaban una ayuda que les preparase para pasar el trago y para sostener, en su momento, la fe de los otros nueve.

“Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a solas a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos”. El relato de la Transfiguración está tejido con hilos de la tradición bíblica, lo que nos pone en pista para entender que se trata de un lenguaje teológico: “Seis días después Dios llamó a Moisés desde la nube, sobre la montaña del Sinaí”. Hasta las tiendas, que Pedro pretende construir van el mismo sentido. La fiesta de las Tiendas tenía lugar, en Israel, seis días antes de la fiesta de la Expiación. En aquella fiesta se construían frágiles cabañas de ramas, como recuerdo de los tiempos en que el pueblo erró por el desierto, como símbolo de la fragilidad humana en marcha hacia al Tierra prometida.

Un nuevo éxodo pascual se avecinaba. La Transfiguración era, dice un comentarista, como “levantarles el velo para que vieran por donde iba la trama del misterio; era como mostrarles el reverso del tapiz, como insinuarles, para que se acaben de fiar y no se escandalicen, que hay unos hilos muy fuertes urdiendo, en la sombra, la trama de una entrega hasta la muerte que podrá parecerles estúpida y absurda, pero que convertirá un día el fracaso más estrepitoso en la más definitiva victoria”.

En la visión aparecen Moisés y Elías - la ley y los profetas- conversando con Jesús, mientras, desde la nube, se oye la voz del Padre: “Éste es mi hijo amado, escuchadle”. Era como decirles que éste que va a morir en el aparente abandono de Dios y de los hombres es el Hijo amado; que incluso en la agonía y en la cruz adivinen su gloria y descubran la coherencia total con lo que venían anunciando la Ley y los Profetas; que sepan de una vez para siempre que el sufrimiento y la muerte, presentes en la vida de Jesús, no son un fallo en el plan del Padre Dios, sino la manera suprema de su amor a los hombres.

Pedro, que se encontraba tan a gusto contemplando la visión -“¡qué bien se está aquí”!- hubiera preferido continuar en la montaña. Pero había que volver a los caminos, al sol y al viento, seguir caminando hacia Jerusalén.

La vida de las personas, en este valle de lágrimas, está llena de cruces y calvarios. Cuando éstas llegan pueden desarbolarnos y hundirnos en el sinsentido y la desesperanza. A la luz de la Transfiguración podemos entender que nazcan flores en medio del desierto y que la vida pueda brotar desde el corazón de la muerte. Mirar la cruz de frente, a la luz de la fe y de la Palabra de Dios, nos permite descubrir que puede traer dentro, luminoso y vivo, el germen del cielo nuevo y de la nueva tierra por la que suspiramos. A la luz de la Transfiguración pueden cambiar valores que antes nos parecían indiscutibles.