Solemnidad: La Santísima Trinidad, Ciclo B
San Mateo 28, 16-20: Reunir a todos en el amor de Dios

Autor: Mons. Ciriaco Benavente Mateos

 

Cada día iniciamos la celebración eucarística con el mismo saludo con que Pablo se despedía de su comunidad de Corinto: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”. Este saludo es, a la vez, una admirable profesión de fe en el misterio trinitario.

Para celebrar la fiesta de la Santísima Trinidad se nos propone este año la lectura de los cinco últimos versículos del Evangelio de Mateo, que son como un resumen de todo el libro.

“Los discípulos se fueron a Galilea”. Allí empezó la predicación de Jesús. Es la Galilea de los paganos, lugar cosmopolita, provincia de paso. Galilea suplanta teológicamente a Jerusalén y se convierte en lugar de expansión misionera. Es el tiempo de la Iglesia.

“Fueron al monte que Jesús les había indicado”. No se nos dice de qué montaña se trata, pero la montaña en la Biblia es siempre lugar de revelación.

“Al verlo se postraron”. Es gesto litúrgico de adoración, el más significativo que un hombre puede hacer, gesto propio de los orientales. Así hicieron los magos procedentes del paganismo, así el leproso, así la mujer cananea, otra pagana.

“Algunos dudaban”: La fe las primeras comunidades, cuando se escribe le Evangelio, se parecía a la nuestra, una fe con dudas y ambigüedades, lo propio de una fe itinerante, en camino. La Iglesia enviada por Jesús es una iglesia de “hombres de poca fe”. Lo admirable es que Jesús no se extraña.

“Se me ha dado todo poder. Haced discípulos de todos pueblos. Enseñadles a guardar todos los mandamientos”. Yo estoy con vosotros todos los días”. La vida del pobre carpintero de Nazaret estalla en toda su grandeza en el Resucitado. Es la hora de la verdad, la de extender la luz y la acción divina por toda la tierra, a todos los hombres, para llevarlo todo a su plenitud.

“Haced discípulos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El Padre sólo es “padre” dándose totalmente al Hijo. El Hijo sólo es “hijo” dándose totalmente al Padre. El Espíritu sólo lo es siendo el amor del Padre y del Hijo. La Trinidad nos permite comprender que Dios es amor. Y la tarea que confía a la Iglesia es la de sumergir a toda la humanidad en este amor.

“Enseñadles a aguardar todos mis mandamientos”. Esos mandamientos se resumen en el el amor, por el que se conocerá que somos discípulos suyos. Lo que Dios es en sí es lo que quiere comunicar y hacer realidad en el mundo.

Jesús seguro que no pensaba en la ciudad del Vaticano, ni en la demarcación territorial de las diócesis o parroquias, que son formas temporales, históricas, en que ha cuajado la Iglesia. Sí tenía presente la misión confiada a Pedro, a los “doce”, a todo el Pueblo de Dios: anunciar al Dios que es amor, ser testigos del amor, reunir a todos en el amor. La Trinidad no es sólo un misterio que creer, es un misterio que vivir.

Al celebrar la fiesta de la Santísima Trinidad, intentamos, desde nuestra pobreza, contemplar y celebrar ese misterio omniabarcante y central, fuente de toda la vida cristiana y hogar hacia el que nos encaminamos. Nos sentimos amados por Dios Padre, salvados por la muerte y resurrección del Hijo, santificados y hechos miembros del mismo cuerpo por el Espíritu Santo. Nuestra fiesta de hoy se hace, por eso, canto de alabanza y clamor de gratitud. ¡Gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo!

En este marco entrañable y jubiloso recordamos hoy a los hermanos y hermanas que han sido llamados a la vida consagrada contemplativa. Son los hombres y mujeres que han seguido a Cristo de manera radical, imitándole cuando, en medio de la noche o al amanecer, se retiraba a lugares solitarios para vivir aquella intimidad con el Padre que nutría su vida y misión al servicio del Reino.

Los monasterios de vida contemplativa quieren ser memoria viva del Jesús orante. Así prestan una contribución silenciosa y fecunda a la transformación del mundo, glorifican a Dios y se convierten, con su intercesión permanente, en manantial de bendiciones para los hombres.

Una joven religiosa contemplativa cuenta cómo “hace diecisiete años era una muchacha más de esas que apuran las horas de la noche de discoteca en discoteca, sin inquietud religiosa, sin sentido de Dios y sin que por ello se viera perturbada en su intimida”. Diecisiete años más tarde, tras la experiencia de un encuentro con Jesús, se "siente hermana de todos los hombres y mujeres de este mundo, capaz de darlo todo, de darse entera..., de descubrir el rostro de Jesús en lo más simple y cotidiano de la vida, ahondando en ello, reconociendo a Dios incluso en la rutina, en la monotonía de todos los días, en el rostro de las Hermanas, en el trabajo en el obrador, en el estudio, en la cruz de las limitaciones".

Os invito a agradecer hoy el admirable servicio que prestan a nuestra Iglesia y a nuestro mundo los siete monasterios de religiosas contemplativas existentes en nuestra Diócesis de Albacete. Rezad por ellas, para que surjan vocaciones a esta forma singular de vida que, desde el silencio, es capaz de alumbrar y columbrar horizontes insospechados de felicidad y plenitud para la humanidad; para que ellas, desde su silencio, poblado de presencia, nos sigan mostrando la fuente de agua viva.