III Domingo de Cuaresma, Ciclo B
San Juan 4, 5-42:
Jesús, casa del Padre

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Mis amados hermanos y hermanas en el corazón de Cristo Jesús. Adoremos al único y verdadero Dios; el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Porque ha determinado por su soberana y misericordiosa voluntad conducirnos a su casa por medio de su amado Hijo Jesucristo. En efecto, Él es la puerta, la única que nos conduce y nos introduce a su Casa con seguridad y certeza, ya desde ahora que formamos parte del templo vivo que es su Iglesia, del templo vivo que somos cada uno de nosotros que formamos la Iglesia.

 

Mis amados hermanos y hermanas, Dios tuvo a bien construirse una casa convocando al pueblo de Israel con el que pactó una alianza para llevar a cabo la obra que habría de culminar con su Hijo, Jesucristo, Salvador del mundo. Parte constitutiva de este pueblo antiguo fue la Ley con la que lo bendijo, ya que en la formulación de la Ley por parte de Moisés, lo dotó de una camino cierto y seguro para poder cumplir su vocación y su compromiso de ser pueblo de su propiedad y nación santa (Cf. Ex 19,5 Lev 19,1-2).

 

La Ley, mis amados hermanos y hermanas, vista y valorada por el pueblo elegido, es, en efecto, una bendición que colocaba a Israel muy por encima de todos los pueblos de la tierra, puesto que era su sabiduría y, por los mismo, su orgullo ante todas las naciones y por la cual, frente a Él, todas aquellas eran ignorantes y ciegos (Cf. Bar 3,9-38).

 

La Ley era considerada como un camino seguro para agradar a Dios y alcanzar la salvación. Por eso era acogida y valorada como un regalo de su misericordia. Ese es, pues, el sentido de la Ley: una bendición y una ayuda segura para el creyente que buscaba hacer la voluntad de Dios.

 

Como creyentes y herederos de la tradición judía, especialmente de su Escritura Santa, no podemos nosotros los cristianos considerar la ley como una camisa de fuerza; como algo que coartara nuestra libertad, sino todo lo contrario: como la expresión santa de su voluntad soberana y camino seguro hacia la vida que Dios nos concede en su Hijo, Jesucristo.

 

Pero la Ley, mis hermanos, según nuestra fe cristiana, su perfección en el mandato de Jesucristo sobre el amor, es el mandamiento nuevo. Jesús nos va a decir una y otra vez, insistentemente, sobretodo a través de la coat: ámense unos a otros como Yo los he amado (Jn 15,12). Este mandamiento constituye la culminación de la Ley Santa, y por encima de éste no hay nada superior en la dimensión horizontal, es decir: hacia nuestros hermanos. Pero, también, sigue siendo válida la Ley, entonces, mis hermanos, en cuanto a la dimensión vertical, es decir: en relación con Dios. No tendrás otros dioses fuera de mi…, Yo soy el Señor tu Dios, como nos lo enseña Moisés en el libro del Éxodo.

 

En la época de Jesús los judíos se las habían arreglado, como sucede también con nosotros hoy en día, para pretender buscar, por un lado, el honor de Dios, y por otro, olvidar otros intereses y seguridades que, a la larga, terminan por robar el corazón del hombre sometiéndolo y exigiéndole el respeto debido al Único Dios verdadero. Esto era el dinero que se adquiría mediante el comercio que se desarrollaba escandalosamente con el pretexto de proveer a los fieles de las ofrendas necesarias para el culto y de cambiar la moneda propia del templo, pues, dentro de él no podía circular la moneda corriente romana por ser impura. Los mercaderes y cambistas del templo no se interesaban por el culto debido al Señor sino de  hacer negocio.

 

Pero al purificar el templo, Jesús llevó a cabo un acto lleno de significado. Según san Juan, así comienza Jesús su actividad y el anuncio de su mensaje mesiánico: estableciendo, precisamente, una nueva relación con Dios como lo había ya anunciado en el milagro de las bodas de Caná: “En la casa del Padre es la presencia del Padre la que debe ocupar pensamientos y acciones; cualquier otra cosa ha de quedar eliminada y alejada” (K. Stock). Pero precepto de Jesús, esta manera de pensar de Jesús molestó tanto a los judíos que se sienten afectados en sus intereses egoístas y materialistas al grado de que no son capaces de ver el mensaje que les está dando en la limpieza, en la purificación del templo. Por eso le piden una señal de su autoridad para actuar de ese modo.

 

Y Jesús, mis hermanos, como siempre, no va ceder a sus pretensiones de acusarlo y de exigirle una explicación por su comportamiento. Jesús, como solía hacerlo con ellos, sus enemigos acérrimos, no responde, sino con otro signo que les expresa de una manera tan velada que apenas sus discípulos, identificarán su significado después de su resurrección. Se da, mis hermanos, lo que suele llamarse en el Evangelio de san Juan, el caso del ‘malentendido’ como recurso del cual el evangelista echa mano para poner en evidencia la necedad y la resistencia de los judíos para aceptar el mensaje, para aceptar a la persona misma de Jesús.

 

Cuando Jesús dice, atención mis hermanos que aquí está la clave de la enseñanza de hoy, aquí está lo esencial que quiere decirnos hoy el Señor: el celo de tu casa me devora, según los entendieron los discípulos después de la resurrección, se está refiriendo a la muerte que le provoca el cumplir la voluntad de su Padre con respecto a su casa, es decir: su pueblo, nuevo y definitivo templo de Dios que se edifica sólidamente en Él, que es su Hijo. Y entonces, según el Evangelio de Juan, Jesús anuncia, desde le principio, el desenlace de su obra atacada continuamente por sus enemigos judíos. Jesús  no muere porque haya pecado, sin porque llevó hasta las últimas consecuencias el compromiso con su Padre y con sus hermanos. Un compromiso de amor filial a Dios y a los hombres, porque Jesús, mis hermanos, era un hombre totalmente para el Padre, totalmente para nosotros los hombres y por eso lleva hasta las últimas consecuencias este compromiso con su Padre y con sus hermanos.

 

Mis amados hermanos, este es el compromiso que tenemos, también, nosotros con la dulce Señora del Cielo, nuestra Niña y Muchachita Santa María de Guadalupe. Cuando nos pidió a través de san Juan Diego Cuauhtlatoatzin un templencito, una casita. Mis hermanos, todavía falta mucho para edificarle a la Señora del Cielo su casita, su templecito. Casita, templo en el Continente, en la Nación Mexicana, en esta Ciudad de México, en cada familia, en cada uno de nosotros, porque no hemos llegado hasta las últimas consecuencias de este compromiso con nuestro Padre Dios y con nuestros hermanos, de ahí la violencia, la inseguridad, de ahí la crisis económica, de ahí el narcotráfico, tantas porquerías que estamos viviendo, ¿por qué? porque nosotros, mis hermanos, somos de verdad vendedores, somos vendedores seguimos vendiéndonos, seguimos vendiendo a nuestros hermanos, seguimos vendiendo nuestras convicciones, nuestros valores por un plato de lentejas y no puede ser. Sigue el reto, el desafío de seguirle construyendo a nuestra Señora su casita sagrada.

 

Mis hermanos, nosotros, como cristianos creyentes y miembros de la verdadera casa de Dios, como piedras vivas del cuerpo de Cristo, hemos sido purificados del pecado por la sangre del Cordero, de cara a la salvación y a la gloria de Dios, por la vida imperecedera que hemos recibido en el bautismo y que todavía se nos promete en plenitud.

 

Mis hermanos y hermanas muy queridos, Cristo es nuestra ley, Cristo es nuestro templo. Esto es lo que anunciamos al celebrar la Eucaristía, especialmente la que tenemos domingo a domingo en todo el mundo. En esta santa Cuaresma, ella nos ha de ayudar a disponernos integralmente, es decir: con nuestra mente y nuestras obras, a vivir más intensamente en la obediencia a la Ley de Cristo. De esto depende la eficacia con que celebremos la Pascua de cada año, pero especialmente la definitiva junto a nuestro Padre Celestial.

 

Que nuestra Muchachita, la Morenita del Tepeyac y Madre nuestra, la perfectamente obediente Sierva del Padre, nos acompañe con su intercesión, nos acompañé con su cercanía.

 

Que así sea, mis amados hermanos.