V Domingo de Cuaresma, Ciclo B
San Juan 11, 1-45:
Hay que morir para vivir

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Demos gracias a Dios, mis amados hermanos y hermanas, demos gracias al Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos ha llamado a la vida a través de la muerte. La bondad infinita de este Dios en quien creemos consiste en que nosotros habíamos pecado y habíamos merecido, por eso, la muerte; sin embargo, siendo su misericordia la característica más propia de su ser misterioso, no podía más que llamarnos a la vida verdadera precisamente a través de la muerte de su Hijo: por la fe en su Hijo muerto y resucitado.

Mis queridos hermanos y hermanas, la enseñanza sobre la misericordia indefectible de Dios es una verdad que, como doctrina de la fe judía, escuchaba ya el pueblo elegido, de labios de los profetas. Cristo Jesús la reveló en toda su plenitud con su persona, su obra y su enseñanza, pero ya estaba presente en la predicación de los profetas, como lo podemos comprobar hoy en la lectura que hemos escuchado del libro del profeta Jeremías.

El trozo que escuchamos, se encuentra en una sección del libro que los especialistas han llamado “libro de la consolación”. Se trata, mis amados hermanos y hermanas, de una profecía que el profeta grita como anuncio de la misericordia divina: El pueblo tendrá que sufrir un terrible castigo por sus pecados, pero se le asegura al mismo tiempo que cuando paguen sus culpas el Señor les mostrará que no ha sido deseo suyo el castigarlos sino que  es el resultado de sus pecados. Ya desde ahora se lo asegura: han de pasar por el  momento de purificación para que Dios establezca una nueva alianza que será observada desde lo más profundo del ser de cada miembro del pueblo. Pero será obra de la misericordia divina.

La profecía de Jeremías tiene, entonces, como finalidad, en ese momento previo al destierro que ha de sufrir como castigo, animar al pueblo a aceptarlo como purificación, pero también busca ser una advertencia de que no es propio de Dios el castigo, sino el amor, la misericordia y la reconciliación, ya decíamos el domingo pasado, que desechemos de una vez por todas esas expresiones: Dios te va a castigar, Dios te castigo. Mis hermanos, es propio de Dios la misericordia, el amor y la reconciliación, nunca jamás el castigo. Por eso el profeta habla del regreso del exilio como una nueva alianza que, como la anterior, es obra de la iniciativa divina pero está vez tendrá, por obra divina (Cf. Ez 36,26) sus raíces en lo más profundo del corazón del hombre arrepentido.

Jesús, en el Evangelio de san Juan, asegura que Él realizará efectivamente esa nueva y definitiva alianza con su muerte a la que se entrega voluntariamente mediante la cruz. De esta manera, mis hermanos, Jesús nos asegura la salvación ya no por la mera observancia de la Ley que, por otro lado, sabemos por experiencia que nos resulta imposible, sino por la pura misericordia del Padre manifestada y realizada en la muerte a la que ahora da la cara voluntariamente: para esto he venido, para aceptar esta hora. Sucede, en efecto, mis amados hermanos y hermanas, que no basta con que el hombre se arrepienta, es necesario que Dios quiera perdonar como de hecho lo hace Él por la muerte de su Hijo Jesucristo.

Mis hermanos, el versículo anterior a la lectura del Evangelio de hoy, el evangelista: relata que los fariseos, acérrimos enemigos de Jesús, comentan entre sí que no consiguen nada con perseguirlo pues todo mundo lo sigue (v.19). Y así es, no sólo algunos de los judíos sino ya también los paganos quieren verlo (v.21). Jesús, con esta ocasión, les habla a sus apóstoles diciéndoles que ha llegado la hora, ‘su hora’ en la que dará la vida por todos los que se acercan a Él: atraeré a todos hacia mí (v.32). Esta ‘hora’ es el momento de morir en la cruz para la salvación de todos. Sus discípulos no lo entienden, pero lo entendieron después de la resurrección.

Para Jesús, mis amados hermanos, su muerte no es un fracaso sino todo lo contrario: el momento de su glorificación, el momento de su exaltación, pero también el momento de la glorificación del Padre (Cf. Jn 17,1) puesto que, en el momento de su muerte en la cruz se manifestará toda la misericordia de Dios por nosotros los pecadores, así como el poder de Dios sobre el mal porque el que tiraniza a este mundo va a ser arrojado fuera (v. 31).

Mis hermanos, con la muerte de Jesús, la muerte del hombre adquirió un sentido y un valor inmensos, de suma trascendencia. Ahora podemos entender que no se muere nada más por morir, no. Se trata, más bien,  de aprender a morir cada día con sentido, por amor, y a todo aquello que se opone a los valores del Reino. Se trata de vencer el odio con el amor, se trata de vencer la mentira con la verdad, se trata de vencer la injusticia con la caridad, las tinieblas con la luz, el egoísmo con la solidaridad. En eso consiste dar fruto, como nos dice Jesús. En fin morir, para el verdadero creyente es renunciar a todo lo que le separa de Dios, de servirlo antes que seguir las consignas del egoísmo y la cobardía. Es así como, mis amados hermanos, ya desde ahora, se dan frutos de vida eterna. No hay un más allá sin un acá. No hay un después, sino un ahora, es así como nosotros desde ahora tenemos que dar fruto en la media en que pisoteamos nuestro orgullo, nuestra soberbia daremos frutos de entrega, de servicio, de amor, de perdón, de alegría, de esperanza, de ilusión. Aún en medio de las crisis, aún en medio de las dificultades y de los problemas, aún en medio de la violencia y de todo esto que estamos viviendo.

Esa es la razón, mis amados hermanos, por la que celebramos en la Sagrada Eucaristía todos los días, y en especial, cada domingo. Celebramos la vida toda, pero especialmente la vida eterna que Dios nos regala en el Cuerpo y la Sangre de su Hijo que murió por nosotros en el madero de la cruz. En el sacrificio de la Misa, mis amados hermanos, renovamos la alianza que Dios nos ofrece en la sangre de su Hijo. Y, a la vez, aceptamos en nuestra vida la cruz como paso necesario para la salvación nuestra y del mundo.

Nuestra Muchachita, la Dulce Señora del Cielo, nuestra amada Madrecita Guadalupe, siempre presente en nuestro caminar, ofrece con nosotros este sacrificio de alabanza y gratitud a Dios nuestro Padre.

Amén.