II Domingo de Pascua, Ciclo B
San Juan 20, 19-31:
La Paz del Señor contra el miedo y la duda

Autor: Mons. Diego Monroy Ponce

Vicario General y Episcopal de Guadalupe y Rector del Santuario

 

 

Mis amados hermanos y hermanas, ¡Cristo resucitó y vive para siempre! ¡Aleluya!

 

Celebremos hoy, mis hermanos, la octava de la Pascua. El octavo día que ya es el primero de los días, dies Domini. Ya siempre es día del Señor. Ya siempre es Día. Porque la noche fue vencida para siempre. Porque las temibles tinieblas -la tristeza, el miedo, el vacío y el sinsentido- ya no nos van a vencer. El día se ha echado encima victorioso. Además, mis hermanos, la Señora vestida de luz, vestida del sol; está con nosotros y camina siempre a nuestro lado. Todo es luz, mis hermanos, todo es luz.

 

Hoy también  es domingo de la Divina Misericordia, es por eso que en esta Octava de Pascua hemos orado así: Dios de infinita misericordia, que reanimas la fe de tu pueblo con a celebración anual de las fiestas pascuales aumenta en nosotros tu gracia…

 

Mis queridos hermanos y hermanas, no lo hemos olvidado, todo el misterio pascual es fruto de la misericordia infinita de Dios. Fue su misericordia la que le movió a acercarse a nosotros, comparecido; la que le estimuló para entregarnos a su Hijo, que a su vez se entregó por nosotros. No hay Pascua sin misericordia, sin amor compasivo, oblativo y entregado. Bien está que le llamemos a Dios con el título de la Misericordia. Las antiguas oraciones utilizaban más los atributos de la omnipotencia, de sabiduría, de eternidad, de Todo Poderoso.

 

Por otra parte, la misericordia más que un atributo es una naturaleza, es su definición y su razón de ser. Entonces, tendríamos que decir, no Dios de misericordia, sino Dios-Misericordia. Dios que eres misericordia infinita, Dios que eres Amor misericordioso, Dios que eres Amor sin límites.

 

Mis amados hermanos y hermanas, esta noticia y la alegría que este misterio produce en lo más íntimo de nuestro ser creyente jamás se agota. La experiencia cristiana de más de veinte siglos es que mientras más se conoce y se comprende más nos invita a profundizar en Él y a vivirlo.

 

Este misterio de amor divino no se demuestra. Simplemente se muestra y se acepta en la fe y en la libertad o se rechaza. Cada uno de los cristianos y la Iglesia entera muestra este misterio en su propia vida. Pascua, mis hermanos, llena toda la vida del cristiano y lo hace acometer hasta lo increíble gritando, en la esperanza, que el mundo puede y debe ser mejor. El mundo puede y debe ser mejor.

 

El día de hoy, este II Domingo de Pascua, la Palabra nos sitúa en el contexto de los acontecimientos que dieron origen a la fe de los apóstoles y que, a su vez, nos transmitieron mediante su testimonio. Desde sus inicios, la Iglesia trasmite la fe por el testimonio y la predicación. Los sacramentos, esos signos sagrados no siempre bien comprendidos y apreciados en toda su profundidad, especialmente el sacramento del agua —es decir, el bautismo— y el sacramento de la sangre —es decir, la Eucaristía— precisamente esta es la visión de santa Faustina cuya imagen vemos aquí al frente y que expresa esto junto con las obras del Espíritu son los testigos de esta nueva realidad misteriosa en la que nos movemos, existimos y somos los cristianos.

 

Cada domingo, mis hermanos y hermanas, nos reunimos en torno al Señor como lo hicieron los primeros cristianos. Al rededor de su mesa oramos, cantamos y damos gracias por los dones de su misericordia. Y nos reunimos, mis hermanos, porque creemos, estamos convencidos de que Él está en medio de nosotros para instruirnos y conducirnos con la sabiduría que sale de su boca: su Palabra santa. Tal vez, algunos venimos, este domingo, y muchos domingos, como fueron los apóstoles aquel primer domingo después de la Resurrección: con muchos temores, con muchas dudas, con muchos miedos.

 

El temor no es buen consejero, porque paraliza, cierra la mente y el corazón para ver la realidad, especialmente cuando se trata de ver la nueva realidad que abre ante nuestros ojos el Señor. El temor, mis hermanos, nos incapacita para abrirnos a la verdad. Para nuestra fortuna, la verdad, es decir, el Señor Jesús quien así se autodefinió, no tiene barreras para entrar a donde Él quiere hacer el bien y  tiene la capacidad para abrir no sólo nuestras mentes, sino también nuestros corazones. Pero es necesario abrirle el corazón para que Él entre, mis hermanos.

 

Él, que es manso y humilde condesciende con nosotros como condescendió con Tomás mostrándole sus  manos y dejando tocar sus heridas. En efecto, en la Eucaristía nos muestra todas las obras que realiza cada día y a lo largo de la historia y de nuestra historia personal. Historia personal y comunitaria, historia, mis amados hermanos, de amor por nosotros. Que se entrecruza con nuestra historia personal y comunitaria, historia de inconformidades, historia de rebeldías. Por eso sus heridas del Señor Jesús son las nuestras y nos las muestra para que las aceptemos y creamos que han sido curadas por Él. Sus heridas de sus manos, sus pies y el costado son la prueba de nuestra infidelidad y al mismo tiempo las pruebas de su amor fiel y permanente. Ahí está el Señor muerto y resucitado para nuestra salvación. El Señor continúa en medio de nosotros y de quien recibimos su Espíritu fuente de la paz con la que somos enviados para continuar su obra en medio del mundo, en medio de nuestras realidades.

 

Cada misa, queridos hermanos y hermanas, es un refrendo y un acrecentamiento de la obra iniciada por el Espíritu en cada uno de nosotros por el bautismo. Somos enviados a ser testigos como lo fueron los apóstoles que vieron a Jesús ante Tomás que, incrédulo, asistió al siguiente domingo con deseo vivo de comprobar lo que le habían contado sus compañeros. Pensemos ¿Cómo habrá transcurrido aquella semana para Tomás después del testimonio de sus compañeros? Seguramente, a pesar de su abierta resistencia para creer, no dejó inquietarse ante su temeraria seguridad y ante sus exigencias.

 

Ante la contemplación de este misterio, mis hermanos, ¿no valdría la pena preguntarnos o preguntar si nuestro testimonio después de cada misa dominical es provocativo, firme, valiente y entusiasta como para hacer pensar y reaccionar a quienes comparten con nosotros el trabajo, la casa, la diversión u otra oportunidad? Preguntémonos, mis amados hermanos, seriamente si alguien ha creído por nuestro testimonio o al revés si al alguien desprecia la Iglesia, a Cristo por nuestro anti-testimonio, que pena.

 

Amados hermanos, que el Señor resucitado al enviarnos, cada domingo, como testigos de la Resurrección, nos haga, por su Espíritu, instrumentos de su paz para la reconciliación del mundo. Se lo pedimos con la intercesión cariñosa de nuestra Niña y Muchachita y Madrecita, Santa María de Guadalupe, la Virgen de la Nueva Vida, testigo fiel del Resucitado, Reina de la paz.

 

Amén.