XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 15,1-32. Misericordia infinita

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

""En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: "Este recibe a los pecadores y come con ellos".

Jesús les dijo entonces esta parábola: "¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla?

Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: 'Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido'.

Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos, que no necesitan arrepentirse.

¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: 'Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido'.

Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente". También les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: 'Padre, dame la parte que me toca de la herencia'. Y él les repartió los bienes.

No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta. Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad.

Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera.

Se puso entonces a reflexionar y se dijo: “¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre! Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores”.

En seguida se puso en camino hacia la casa de su padre. Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos.

El muchacho le ‘dijo: 'Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo’. Pero el padre les dijo a sus criados: '¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo.

Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado'. Y empezó el banquete.

El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Este le contestó: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo'.

El hermano mayor se enojó y no quería entrar. Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: '¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo'. El padre repuso: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo.

Pero era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y le hemos encontrad”. (Lc 15,1-32).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

Comentario:

En los domingos anteriores, Jesús nos ha ido presentando diversas exigencias de lo que implica ser sus discípulos. No es fácil ser un buen cristiano.

Sin embargo, su comprensión y su misericordia, resaltadas en las tres parábolas de hoy, nos levantan el ánimo y nos sostienen en la esperanza, a cuantos somos pecadores.

No dejan de ser actuales las figuras de los fariseos y escribas que se escandalizan porque en nuestra Iglesia Católica tienen cabida borrachos, adúlteros, ladrones y demás pecadores, empezando por nosotros mismos. No faltan quienes nos critican por ello.

En la acción pastoral, hay quienes no se interesan por cuantos se alejan de la casa paterna, la que les engendró en la fe, que es la Iglesia Católica. No buscan la oveja descarriada, sino que la regañan y la ofenden.

Por ello, muchos católicos que cambiaron de religión, aunque sientan deseos de regresar, no lo hacen por pena, por vergüenza, por miedo a que se les recrimine y señale. En efecto, muchos se alejaron de nosotros, sea por no conocer a fondo la Biblia, sea por un mal trato que recibieron de nuestra parte, o por un inadecuado comportamiento nuestro.

Al irse a otra religión, varios se decepcionan; buscan otra denominación, y les pasa lo mismo. Entonces, quisieran regresar a su Iglesia madre, su casa que les vio nacer a la fe, pero por pena o temor se quedan indiferentes y ya no practican ninguna religión.

Es también frecuente la actitud del hermano mayor de la parábola. No acepta a su hermano, que ciertamente cometió errores, pero ya regresó arrepentido. Lo desprecia y ofende, como si él no tuviera ninguna falla. Es lo mismo que sucede en la vida. Somos buenos para echar en cara a los otros sus deficiencias, pero no reconocemos las propias.

El Dios en quien creemos es un Padre bueno, que nos busca, nos respeta, nos espera, nos perdona y nos restituye con creces sus dones que habíamos malgastado.

Como disculpó las infidelidades de Israel, así está dispuesto siempre a perdonarnos y, cuando regresamos arrepentidos a la casa paterna, nos hace una gran fiesta.

El Evangelio de hoy, es una invitación a acercarnos confiadamente a buscar el perdón que Dios Padre misericordioso nos ofrece, por medio de Cristo Jesús y por la acción del Espíritu Santo, tanto en el bautismo como en el sacramento de la penitencia.

Dios podría, con todo derecho, castigarnos por nuestras infidelidades y pecados, pues es justo y debe establecer la justicia; pero su misericordia se impone y olvida nuestros errores, siempre y cuando estemos dispuestos a reconocerlos y enmendarlos.