XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 13, 22-30. La puerta angosta

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

"En aquel tiempo, Jesús iba enseñando por ciudades y pueblos, mientras se encaminaba a Jerusalén. Alguien le preguntó: “Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?”

Jesús le respondió: “Esfuércense por entrar por la puerta, que es angosta, pues yo les aseguro que muchos tratarán de entrar y no podrán.

Cuando el dueño de la casa se levante de la mesa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta, diciendo: ‘¡Señor, ábrenos!’ Pero él les responderá: ‘No sé quiénes son ustedes’.

Entonces le dirán con insistencia: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él replicará: ‘Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes.

Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal’. Entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera.

Vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur, y participarán en el banquete del Reino de Dios. Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos”. (Lc 13, 22-30).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

Comentario:

“¿Yo para qué nací? ─ Para salvarme ─ ¿Que tengo qué morir? ─ Es infalible ─ ¿Dejar de ver a Dios y condenarme? ─ Triste cosa será, pero posible. ─ ¿Posible y río, y duermo y quiero holgarme? ─ Posible ─ ¿Y tengo amor a lo visible? ─ ¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto? ─ ¡Loco debo ser, pues no soy Santo!”

Al Padre Joaquín Antonio Peñalosa, estimado escritor y amigo, le escuché en un sermón de sus Bodas de Oro Sacerdotales: “La mayor tristeza a la hora de la muerte, será no haber sido Santo”. Estamos pues ante el misterio insondable de la predestinación eterna; no sabe el hombre si es digno de amor o de odio, de aceptación o de rechazo.

Pero sí tenemos garantías de seguridad y una de ellas es la que nos da hoy Jesucristo en el Evangelio: “Entrar por la Puerta Angosta”. Es absurdo pensar siquiera que Dios haya creado a algún ser humano para condenarlo, pues quiere la salvación de todos los hombres y por ellos y cada uno murió Jesucristo en la cruz.

Hoy Jesús nos advierte que no es fácil salvarse, sino que debemos entrar por una puerta angosta.

No basta comer y beber con El en la Eucaristía. No basta escuchar su Palabra, si somos de los que hacen el mal. Por otra parte, la salvación no es sólo para los judíos, sino que todos están invitados a participar en el banquete del Reino de Dios.

Muchos buscan la felicidad por la puerta ancha, que es la más fácil y agradable, aunque sea engañosa y transitoria. Por ejemplo, se gastan considerables cantidades de dinero para ir a centros de diversión, para comer y beber en exceso, hasta la gula y la embriaguez.

Les parece absurdo buscar un lugar silencioso para orar y meditar; no dedican tiempo a la lectura, a la convivencia familiar, al estudio de la Biblia, a visitar a un enfermo o a un preso, o necesitado.

La puerta ancha es darle gusto al cuerpo en todo, en forma contraria a la ley de Dios. Es beber sin medida, es robar cuanto más se pueda, es dejarse aprisionar por los excesos sexuales y las drogas, es ceder a la pereza cuando hay que estudiar o trabajar, es hacer lo que hace la mayoría, es andar a la búsqueda de nuevas experiencias y de diversiones raras, aunque sean pecaminosas.

Para los casados, la puerta ancha es no estar dispuestos a soportarse mutuamente en sus diferentes caracteres, sino, a los primeros problemas, optar por separarse, en vez de luchar por conservar la unidad.

Es difícil entrar por la puerta angosta, pues se requieren criterios inspirados en el Evangelio y convicciones bien fundamentadas, fuerza de voluntad, constancia y, ante todo, la gracia de Dios.

En definitiva, la única puerta de vida eterna es seguir a Jesucristo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre, si no es por mí” (Jn 14,6). Y esto exige mucho. No basta ser bautizado, ir a Misa, rezar de cuando en cuando, recibir algún otro sacramento y tener varias imágenes religiosas. Celebrar algunas fiestas, u ostentar algunos cargos en la Iglesia.

Si no amamos a Dios con todo el corazón y a los demás como a nosotros mismos, el Señor no nos reconocerá cuando lleguemos a su presencia y nos dirá: “Yo les aseguro que no sé quiénes son ustedes”, aunque hayamos comido y bebido con El, participando con frecuencia en la Eucaristía, o aunque sepamos de memoria la Biblia y hayamos escuchado muchas predicaciones.

Nadie, pues, está seguro de salvarse. La puerta es angosta y cuesta entrar por ella, pues es más fácil dejarse llevar por las inclinaciones carnales. No cualquiera entra al cielo, pues dice Dios: “Apártense de mí, todos ustedes los que hacen el mal”.

Sin embargo, a los que se esfuerzan y luchan por ser fieles a sus convicciones de fe y con su esfuerzo diario, Dios les concede entrar en su gloria. El tiene muchos caminos para salvarnos.

Lo peor sería que nosotros, que tenemos todos los medios de salvación que Jesucristo dejó a su Iglesia, no los aprovechemos, y por nuestras malas obras seamos excluidos del Reino de Dios. Jesucristo ya nos ha salvado, lo que falta es que hagamos nuestra su salvación, ya que “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (S. Agustín).