XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 12, 13-21. Los bienes de la tierra

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

"En aquel tiempo, hallándose Jesús en medio de una multitud, un hombre le dijo: “Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Pero Jesús le contestó: “Amigo, ¿quién me ha puesto como juez en la distribución de herencias?”

Y dirigiéndose a la multitud, dijo: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

Después les propuso esta parábola: “Un hombre rico obtuvo una gran cosecha y se puso a pensar: '¿Qué haré, porque no tengo ya en dónde almacenar la cosecha?

Ya sé lo que voy a hacer: derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo. Entonces podré decirme: 'Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, come, bebe y date a la buena vida'.

Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?’ Lo mismo le pasa al que amontona riquezas para sí mismo y no se hace rico de lo que vale ante Dios”. (Lc 12, 13-21).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

Comentario:

La mayoría de las personas piensa que la felicidad depende de la abundancia de los bienes que posea. En efecto, ¿a quién no le atrae el deseo de tener mucho dinero? ¿A quién no le gusta la vida cómoda?

En este tiempo de vacaciones, ¿quién no anhela paseos, diversiones, comidas, bebidas y experiencias nuevas? La publicidad machaca que, comprando tal objeto, obtendremos éxito y buena vida. Sin embargo, Jesús dice que la felicidad no depende de ello.

Anualmente se publica una lista de los hombres más ricos del mundo. Algunos multimillonarios nunca se acabarán lo que tienen, y a pesar de ello ambicionan más y más, a costa de lo que sea.

No les importa conculcar derechos de las personas, de los pueblos, de la naturaleza, ni siquiera su propia salud, con tal de acumular. En contraste, no disminuye el número de pobres, sino que se agrava.

La ambición por tener más no es exclusiva de los ricos. La tentación afecta a los marginados, pues éstos también roban a sus hermanos pobres, aunque siempre sea en menores proporciones. ¡Qué tristes son los pleitos entre hermanos por las herencias paternas! Algunos hasta se matan, o se encarcelan unos a otros.

Hay hermanos que no se hablan entre sí, porque no quedaron conformes con el reparto de la herencia. Otros se aprovechan lo más que pueden en forma egoísta, y no parecen hermanos, hijos de los mismos padres.

Jesús es muy claro en su predicación: “La vida del hombre no depende de la abundancia de los bienes que posea”.

Y esto lo demostró con su propia vida. Siendo dueño y señor de todo lo creado, decidió nacer, vivir y morir pobre. Sin embargo, no fue un mendigo. Con su trabajo, tenía lo necesario para vivir en una digna austeridad.

El corazón del hombre tiene gran facilidad para buscar las cosas de aquí abajo sin otra dimensión trascendente, tiende a apegarse a ellas como lo único y principal y a olvidarse de lo que realmente importa.

En el Evangelio de la Misa, el Señor toma motivo de una cuestión de reparto de herencias que le proponen para enseñarnos cual es la verdadera realidad de las cosas a la luz del final terreno.

La consideración de la muerte, de la nuestra propia, hacia la que nos encaminamos con rapidez, arroja mucha luz sobre el sentido de la vida y de los bienes.

Nos enseña el Señor que poner el corazón, hecho para lo eterno, en el afán de riqueza y bienestar material es una necedad, porque ni la felicidad ni la misma vida verdaderamente humana se fundamentan en ellos. El rico labrador de la parábola revela su ideal de vida en el diálogo que entabla consigo mismo.

Se le ve seguro de sí porque tiene bienes, y en ellos basa su estabilidad y felicidad. Vivir es, para él, como para tantas personas, disfrutar lo más posible: hacer poco, comer, beber, darse buena vida, disponer de bienes de repuesto para muchos años. Éste es su ideal; en él no hay ninguna referencia a Dios y tampoco a los demás. Nada que le lleve a ver la necesidad de compartir con otros los bienes recibidos.

Nuestra vida es corta y bien limitada en el tiempo: esta misma noche han de exigirte la entrega de tu alma. Así de escaso el tiempo: esta misma noche, y quizá nosotros pensamos en muchísimos años, como si nuestro paso por la tierra hubiera de durar siempre.

Nuestros días están numerados y contados; estamos en las manos de Dios. Dentro de un tiempo –quizá no largo– nos encontraremos cara a cara con Él.

En estas vacaciones, ¿le damos a Dios su tiempo, con mayor calma que en los días de trabajo? ¿O el éxito de estos días consiste sólo en darle gusto al cuerpo, como dice San Pablo, con “la fornicación, la impureza, las pasiones desordenadas, los malos deseos y la avaricia, que es una forma de idolatría”?

Esta vida y lo material pasa; lo que permanece para siempre es lo que tiene que ver con Dios. ¿Somos ricos de lo que vale ante Dios? ¿Estamos construyendo la eternidad o nuestras miras se reducen a este mundo? ¿Qué hacemos para la vida eterna?

De esta vida sólo nos llevaremos nuestras buenas obras, la solidaridad que hayamos tenido para con nuestros hermanos. ¡Esa es la riqueza que de veras vale!