III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 1,1-4; 4,14-21: Una fe sólida

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

Muchos han tratado de escribir la historia de las cosas que pasaron entre nosotros, tal y como nos las trasmitieron los que las vieron desde el principio y que ayudaron en la predicación. Yo también, ilustre Teófilo, después de haberme informado minuciosamente de todo, desde sus principios, pensé escribírtelo por orden para que veas la verdad de lo que se te ha enseñado.

(Después de que Jesús fue tentado por el demonio en el desierto), impulsado por el Espíritu, volvió a Galilea. Iba enseñando en las sinagogas; todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región. Fue también a Nazaret, donde se había criado. Entró en la sinagoga, como era su costumbre hacerlo los sábados, y se levantó para hacer la lectura.

Se le dio el volumen de profeta Isaías, lo desenrolló y encontró el pasaje en que estaba escrito: ‘El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor’.

Enrolló el volumen, lo devolvió al encargado y se sentó. Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él. Entonces comenzó a hablar, diciendo: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír". (Lc 1,1-4; 4,14-21).

¡Palabra del Señor! ¡Gloria a ti, Señor Jesús!

Comentario:

En el Evangelio de luz de hoy leemos el comienzo del Evangelio de San Lucas, quien nos dice que ha resuelto poner por escrito la vida de Cristo para que conozcamos la solidez de las enseñanzas que hemos recibido. La obligación de conocer con profundidad la doctrina de Jesús, cada uno según las circunstancias de su vida, atañe a todos y dura mientras continúe nuestro caminar sobre la tierra.

El crecimiento de la fe y de la vida cristiana, y más en el contexto adverso en que vivimos, necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio permanente de la libertad personal. Este esfuerzo comienza por la estima de la propia fe como lo más importante de nuestra vida. A partir de esta estima nace el interés por conocer y practicar cuanto está contenido en la fe en Dios y el seguimiento de Cristo en el contexto complejo y variante de la vida real de cada día, para lograr una fe sólida.

Nunca hemos de considerarnos con la suficiete formación, nunca debemos conformarnos con el conocimiento de Jesucristo y de sus enseñanzas que hayamos adquirido. El amor pide siempre conocer más de la persona amada.

En la vida profesional, un médico, un arquitecto o un abogado, si son buenos profesionales, no dan por terminado su estudio al acabar la carrera: siempre están en continua formación. Lo mismo ocurre con el cristiano.

El cristiano debe conocer bien los argumentos que le permitan contrarrestar los ataques de los enemigos de la fe y saber presentarlos de forma atrayente (no se gana nada con la intemperancia, la discusión y el malhumor), con claridad (sin poner matices donde no los puede haber) y con precisión (sin dudas ni titubeos).

La fe del carbonero puede salvar quizá al carbonero, pero en otros cristianos la ignorancia del contenido de la fe significa generalmente falta de fe, desidia, desamor: “frecuentemente la ignorancia es hija de la pereza”, repetía San Juan Crisóstomo.

Es de gran importancia en la lucha contra la incredulidad poseer un conocimiento preciso y completo de la doctrina católica. Por eso cualquier católico bien instruido en el Catecismo es, sin él sospecharlo, un auténtico misionero.

Con el estudio del atecismo, verdadero compendio de la fe, y de las lecturas que nos aconsejen en la dirección espiritual, combatiremos la ignorancia y el error en muchos lugares y en muchas personas, que podrán hacer frente a tantas doctrinas falsas y a tantos maestros del error.

Si somos constantes, si cuidamos aquellos medios por los que nos llega la buena doctrina (lectura espiritual, retiros, círculos de estudio, escuelas de formación, dirección espiritual…), nos encontraremos, casi sin darnos cuenta, con una gran riqueza interior que incorporaremos poco a poco a nuestra vida.

Por otra arte, cara a los demás nos hallaremos, como el campesino, con el cesto de la siembra repleto ante el campo con el surco dispuesto a recibir la buena semilla, pues aquello que recibimos es útil para nuestra alma y para transmitirlo a otros. La semilla se pierde cuando no se hace fructificar, y el mundo es un inmenso surco en el que Cristo quiere que sembremos su doctrina, con una fe bien fundamentada y sólida.