XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Mc 12, 28-34. El Mayor de los Mandamientos

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

En aquel tiempo uno de los escribas se acercó a Jesús y le preguntó: “Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Jesús le respondió: “El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento mayor que estos”.

El escriba replicó: “Muy bien, Maestro. Tienes razón, cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y que amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y los sacrificios.”.

Jesús, viendo que había hablado muy sensatamente, le dijo: “No estás lejos del Reino de Dios”. Y ya nadie se atrevió a hacerle más preguntas. (Mc 12, 28-34).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

Comentario:

El estudio de la ley de Moisés, había llevado a los doctores de la Ley y a los fariseos a deducir de ella una serie interminable de preceptos: 613, positivos y negativos. Claro es que llegarán a preguntarse cuál de todos sería el primero y más importante. La interpretación de los dos amores, de Dios y del prójimo, es la enseñanza fundamental del Señor. La ley y los profetas se originan de esos dos mandamientos. El auténtico encuentro con el “otro” es el lugar privilegiado en que se establece la verdadera relación entre Dios y los hombres, lo que constituye la verdadera religión.

Cuando se prefiere otra cosa distinta al AMOR, la misma LEY se desnaturaliza. El amor es el alma y el motivo de todas las acciones. Sin el amor pierden su razón de ser, todos los mandatos y normas. El amor es lo que da vida y unidad a todo; es lo que impregna y fermenta todo, orientándose a la unidad vital. No se puede vivir sin amor. Se destruye la vida. La vida es amor y el amor es vida. Dios es amor y vida eterna. Nosotros venimos del amor de Dios y tornamos todos juntos a ese amor divino, pasando por el amor a los hombres. Pero sin el aliento del amor de Dios el amor del hombre no es amor.

La asamblea eucarística es el terreno eclesiástico por excelencia, donde se construye y se arraiga en el corazón de los cristianos la unión indisoluble entre el amor de Dios y el amor de todos los hombres. Cristo unió perfectamente el amor de Dios y de los hombres; lo demostró dejándose clavar en la cruz. La iniciativa del Padre fue unir a los hombres como hermanos en Jesucristo. El amor al prójimo se torna divino descubriendo en él a un hijo del Padre celestial, a un hermano de Jesús, a un Templo del Espíritu Santo, a un Hijo de la Iglesia y de la Santísima Virgen.

Esto nos lleva a decir que debemos vernos los unos a los otros como Dios nos ve y amarnos como Dios nos ama, y de este modo el segundo mandamiento es semejante al primero. Pero Jesús ve como verdadero a Él mismo, al dar de comer al hambriento, de beber al sediento, etc. Y recompensa con la vida eterna: fe implícita en Jesucristo, amando de verdad al prójimo y así salvarse.

La respuesta de Jesús se caracteriza por la seguridad y firmeza con que une estos dos mandamientos. Sólo el amor a Dios hace posible el amor al prójimo y sólo en el amor al prójimo puede manifestarse el amor a Dios. Este mandamiento del amor es el mayor, porque sólo el es el que da sentido y orientación a todos los demás. Cualquier observancia religiosa y cualquier acto de culto carecen de significado y de valor, si no son cumplidos a la luz y en la perspectiva del amor. Por eso el escriba afirma: “Muy bien, Maestro. Tienes razón cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y que amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios”.

Estamos en noviembre. “Cómo se pasa la vida tan callando”, reza la copla de Jorge Manrique. Después de los días, de las luchas, de las cicatrices, no queda sino el amor a Dios y los frutos del amor al hermano. Son múltiples, como las estrellas del cielo, los motivos para amar al Señor. También único y simple este motivo: porque El es nuestro Padre. Porque todo cuanto tenemos nos vino de sus manos. Porque nos manda la alegría para invitarnos desde ahora a la fiesta del cielo. Porque alguna vez permite que el dolor se nos acerque, para que no extraviemos la senda.

Amémosle porque sale el sol y porque llueve. Porque nos permite ver, oír, oler, gustar, tocar: esas cinco maneras de construir el universo. Porque nos sacó de la nada. Porque permite que los demás nos quieran. Porque tenemos dos manos y dos pies. Porque nos regala un arado, y tierra fértil ante nuestros pasos. Porque tenemos alimento en la despensa. Porque sabemos sumar, restar, multiplicar, y dividir. Porque si lo conquistamos compartiremos el Reino de los Cielos. Porque existe el radar, las computadoras, las guitarras y las estrellas, los lápices de colores y el pasto verde. Porque nos ha dado como Madre a Nuestra Señora la Virgen María.

Simón de Cirene miró a un condenado a muerte. Se ofreció ayudarlo cargando la cruz. Era el Hijo de Dios. En la tarde de la vida, dice San Juan de la Cruz, seremos examinados sobre el amor. ¿Amor a Dios? Sí. Pero también amor a los hambrientos, a los sedientos, a los enfermos, a los encarcelados…