XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 18, 9-14. El fariseo y el publicano

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

""En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás:

“Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias'.

El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador'.

Pues bien, yo les aseguro que éste bajo a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido". (Lc 18, 9-14).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

 

Comentario:

En este Evangelio, Jesús denuncia algunas actitudes que con frecuencia repetimos hoy. Somos fariseos cuando nos tenemos por justos sin serlo; cuando despreciamos a los demás; cuando nos creemos muy buenos, santos, inteligentes y conocedores de todos los hilos de la historia; cuando nos imaginamos tener razón en todo; cuando presumimos en exceso de las cosas buenas que hacemos.

Nadie está exento de este fariseísmo. Si alguien dijera que no tiene este pecado, con ello estaría demostrando lo contrario. Más vale que seamos sencillos y humildes como el publicano, porque entonces seremos realmente sabios y santos.

El principio de la salvación es reconocer nuestro pecado, pedir perdón y cambiar de vida. Quien no reconoce sus fallas, no tiene salvación. Es como el enfermo que no acepta su mal, no va al médico, ni toma la medicina; se muere.

Hay quienes se especializan en señalar errores, ciertos o imaginados, de los demás, en vez de ordenar su propia vida. Juzgan, condenan y desprecian, siendo que deberían empezar por acusarse a sí mismos. Si le hicieran más caso a la Palabra de Dios, empezarían por ordenar su propia vida y sabrían ser más comprensivos y respetuosos con los demás, incluso con los que yerran.

En cambio, Jesús alaba la actitud del “publicano”, quien se postró humilde ante Dios y reconoció su pecado; no se puso a juzgar a los otros que estaban en el templo, sino que su oración se concentró en pedir perdón. Es lo que deberíamos aprender todos, para no ser condenados como fariseos e hipócritas.

Es difícil ser humilde y reconocer los propios errores. Es más fácil criticar y culpar a los otros. Sin embargo, quien regresa del templo a su casa justificado no es el fariseo, sino el que acepta ser pecador y pide perdón. Hay que aprender a postrarse con humildad y pedir perdón, y no ser tan orgullosos como aquellos que empiezan por ofender e insultar, antes de que les reprochen sus fallas. Como el esposo que llega gritando y regañando, para que su esposa y los hijos no se atrevan a preguntarle por qué llega borracho, sin dinero y a deshoras de la noche. Es un mecanismo de defensa, para no aceptar su propia culpabilidad.

Con los orgullosos y fariseos no se puede dialogar, pues sólo saben ofender y despreciar. Condenan todo cuanto el otro dice, hace o propone. Nada está bien, más que lo que ellos dicen, hacen o proponen. Mientras no haya humildad para reconocer las propias deficiencias y valorar lo positivo que tienen los demás, no se puede avanzar. Así nunca habrá un clima propicio para un diálogo constructivo. Es casi imposible llegar a consensos entre grupos y partidos, por el orgullo y el desprecio a los demás. Hay que aprender a ser humildes, porque sólo así se llega a la verdad.

Huyamos del fariseísmo y de la hipocresía. Acudamos al Señor a pedir perdón de nuestras faltas. Seamos humildes para confesar con frecuencia nuestros pecados ante un sacerdote, quien nos da el perdón de parte de Dios. En el Sacramento de la Confesión se nos da el signo eficaz del amor misericordioso de Dios Padre que, en Cristo, por mediación de la Iglesia y con la fuerza del Espíritu, nos garantiza el perdón. Quedaremos justificados.