XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Lc 20, 27-38: Vida después de la muerte

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

"En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: "Maestro, Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos.

El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?"

Jesús les dijo: "En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado.

Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven". (Lc 20, 27-38).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

 

Comentario:

El Evangelio nos dice que los judíos saduceos niegan la resurrección. Hoy también muchas personas no creen que haya otra vida después de ésta. Se imaginan que todo termina con la muerte y que, por tanto, hay que disfrutar el presente y darse una buena vida aquí. Sus expectativas se reducen a este mundo.

Esto explica el que, ante una enfermedad incurable, o ante un problema grave, muchos optan por quitarse la existencia, pues no tienen esperanza de otra vida mejor y según ellos, no vale la pena seguir viviendo.

Otros creen que en la otra vida todo va a ser igual que aquí, y que la felicidad consistirá sólo en gozar más y más placeres, semejantes a los de este mundo. La otra vida será la participación plena de la vida de Dios, ya que El no nos creó para el tiempo, sino para la eternidad, al crearnos a su imagen y semejanza, nos dio ya el derecho a participar de su eternidad.

Por eso “es un Dios de vivos y no de muertos”. Posteriormente vendrá nuestra propia resurrección con Cristo. “Resucitaré yo mismo y no otro y en mi propia carne veré al Salvador del mundo” (Libro de Job).

Nuestro Dios es un Padre que quiere que todos vivan y vivan para siempre. La muerte es consecuencia del pecado, de nuestras limitaciones; pero “para los que creemos en Cristo, la vida no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo” (Prefacio de Difuntos).

Jesús sostiene la verdad de la resurrección, frente a los saduceos, que la niegan. Le ponen un caso hipotético, para hacerlo caer en una trampa, y El les responde con un hecho histórico, la revelación de Dios Padre a Moisés: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven”.

En la primera lectura bíblica de la Misa de hoy, se nos narra el caso de siete hermanos y su madre, que se mantuvieron firmes en su fe hasta la muerte, frente al rey Antíoco Epífanes, que pretendía hacerlos claudicar en su religión.

Unos a otros se animaban y la madre les sostenía con mucha entereza (cf 2 Mac 7,1-2.9-14) ¿Cuál era la fuerza que los animaba? Su fe en la resurrección, pues le decían al rey: “Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres”… “Asesino, tú nos arrancas la vida presente, pero el rey del universo nos resucitará a una vida eterna”… “De Dios recibí estos miembros y por amor a su ley los desprecio, y de él espero recobrarlos”… “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”…

Así deberían mantenerse las familias, unidas y firmes en su fe. Así deberían las madres educar a sus hijos, para que no se dejen seducir por aquellos atractivos de la carne que estén prohibidos por la ley de Dios.

Dios no quiere hacer todo por sí mismo. Para eso nos hizo a nosotros, a su imagen y semejanza, para que colaboremos con El y haya vida más digna para todos. Más aún, para poder ganar la otra vida, es preciso saber conquistar el bien en la vida presente; pues dice el Concilio Vaticano II que no tiene derecho al Reino Celeste, quien no ha luchado por ganar el reino terrestre.

Nuestro Dios es de vida y no de muerte. Nos creo no para la muerte, sino para la vida. Por ello, hemos de poner nuestra esperanza en la resurrección eterna, y no desesperarnos por los problemas de la vida presente, ni temer excesivamente a la muerte.

Aunque muramos, si estamos en la gracia de Dios, tendremos vida para siempre. Pero Dios quiere que esta vida nueva empiece desde este mundo. Como es la vida es la muerte. Recordemos que ésa es la pedagogía de Dios: quiere que aprendamos a morir mientras vivimos, para que cuando muramos, vivamos. Vale la pena luchar en esta vida, para después ver, gozar y poseer a Dios en la otra, por toda una eternidad.