III Domingo de Adviento, Ciclo A

Mt 11, 2-11: Himno a la alegría

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

“En aquel tiempo, Juan se encontraba en la cárcel, y habiendo oído hablar de las obras de Cristo, le mandó preguntar por medio de dos discípulos: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?’’

Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de la lepra, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. Dichoso aquel que no se sienta defraudado por mí”.

Cuando se fueron los discípulos, Jesús se puso a hablar a la gente acerca de Juan: “¿Qué fueron ustedes a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? No. Pues entonces, ¿qué fueron a ver? ¿A un hombre lujosamente vestido? No, ya que los que visten con lujo habitan en los palacios.

¿A qué fueron, pues? ¿A ver a un profeta? Sí, yo se lo aseguro; y a uno que es todavía más que profeta. Porque de él está escrito: ‘He aquí que yo envío a mi mensajero para que vaya delante de ti y te prepare el camino’.

Yo les aseguro que no ha surgido entre los hijos de una mujer ninguno más grande que Juan el Bautista. Sin embargo, el más pequeño en el Reino de los cielos, es todavía más grande que él” (Mt 11, 2-11).”

 

Comentario:

Son las primeras palabras con que la liturgia acoge hoy a los que van a Misa. De ellas toma el presente domingo el nombre de Domingo “de la alegría” (Gaudete). De igual forma, el color litúrgico de este domingo puede ser distinto: no el austero morado sino el rosa. La primera lectura, sacada del profeta Isaías, es todo un himno a la alegría:

“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría”.

Esta es, por lo tanto, la ocasión propicia para hablar de algo que los creyentes y los no creyentes tienen en común: el deseo de ser felices. Todos quieren ser felices. Sólo al sentir nombrar la felicidad, las personas, por así decirlo, se enderezan y te miran a las manos para ver si por casualidad tú estás en disposición de ofrecer alguna cosa a su sed o deseo. Es lo que une a buenos y a malos. En efecto, nadie sería malo si de ello no esperase poder obtener un poco de felicidad.

No es difícil descubrir dónde se aloja el error. La revelación dice que: “Dios es Amor” (1 Jn 4, 16); el hombre ha creído poder darle la vuelta a la frase y decir: “¡El amor es Dios!” (Esta afirmación es de Feuerbach). No obstante, la revelación dice que “Dios es felicidad”; mas, el hombre invierte de nuevo el orden y dice: “¡La felicidad es Dios!”.

Pero, ¿qué sucede de este modo? Nosotros en la tierra no conocemos la felicidad en estado puro; conocemos sólo fragmentos de felicidad, que se reducen frecuentemente a borracheras pasajeras de los sentidos; joyas de cristal, que deslumbran por un instante, pero que dejan en sí la angustia de poder llegar a estar hechas añicos de un momento a otro.

Por ello, cuando decimos: “¡La felicidad es Dios!”, nosotros divinizamos nuestras pequeñas experiencias; llamamos “Dios” a la obra de nuestras manos o de nuestra mente. Hacemos de la felicidad un ídolo.

De este tipo es la alegría cantada por Beethoven al final de la Novena Sinfonía, propuesta como ¡himno oficial de la Europa unida! La alegría viene definida como “la chispa de los dioses, hija de Elisio”.

“Escucha hermano, la canción de la alegría. El canto alegre del que espera un nuevo día”… “¡Alegría, alegría!” (¡Freude, Freude!) es un grito de deseo, que permanece sin respuesta. Beethoven mismo, que lo compuso, fue uno de los hombres que no encontró el camino de la alegría, pues atravesó por dolorosas crisis de amargura, contrariedad y frustración.

Esto explica por qué quien busca a Dios encuentra siempre la alegría, mientras que quien busca la alegría no siempre encuentra a Dios. Quien busca la felicidad antes que a Dios y fuera de Dios no encontrará más que una vana representación, una “nodriza reseca”, “cisternas agrietadas, que el agua no retienen” (Jer 2, 13).

El hombre se reduce a buscar la felicidad por vía de cantidad: siguiendo placeres y emociones cada vez más intensos o añadiendo un placer a otro placer. Como el drogadicto, que tiene necesidad de dosis cada vez mayores para obtener el mismo grado de placer. Sólo Dios es feliz y hace felices. Por ello, un salmo nos exhorta:

“Confía en el Señor y haz el bien… y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 37, 4). ¿Cómo dar a conocer la alegría? San Pablo, después de haber exhortado a los cristianos a “alegrarse siempre” (Fil 4,4), añade de inmediato: “Que vuestra afabilidad o magnificencia sea conocida por todos los hombres”.