II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Jn 1, 29-34: Testigos valientes de Jesús

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

"En aquel tiempo, vio Juan el Bautista a Jesús, que venía hacia él, y exclamó: "Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo he dicho: 'El que viene después de mí, tiene precedencia sobre mí, porque ya existía antes que yo'. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua, para que él sea dado a conocer a Israel".

Entonces Juan dio este testimonio: "Vi al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: 'Aquel sobre quien veas que baja y se posa el Espíritu Santo, ése es el que ha de bautizar con el Espíritu Santo'. Pues bien, yo lo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios" (Jn 1, 29-34).

¡Palabra del Señor!
¡Gloria a ti, Señor Jesús!

Comentario:

En este "Tiempo Ordinario" del Año Litúrgico, no se celebra algún misterio en particular, sino toda la obra salvadora del Señor, aunque semanalmente resaltando alguno de sus aspectos y de sus implicaciones en nuestra vida diaria. Se usa el color verde en los ornamentos de la Misa, para significar que la vida cristiana debe estar siempre en crecimiento, como las plantas en el surco o los árboles en el campo.

Hoy, la Palabra de Dios nos presenta el testimonio de Juan Bautista sobre Jesús: "Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo... Tiene precedencia sobre mí... He venido para que él sea dado a conocer... Vi al Espíritu descender sobre él... Es el Hijo de Dios". En otro momento, el Bautista reconoce no ser el Mesías y que no es digno siquiera de desatarle las sandalias (cf Jn 1,27).

Nuestra vocación es ser testigos del amor misericordioso de Dios Padre, que se ha manifestado en Cristo Jesús, y que se hace presente, vivo y operante en la Iglesia, por obra del Espíritu Santo. Debemos llevar su amor hasta los últimos rincones de la tierra.

Testigos en la vida pública. En efecto, un buen cristiano es un testigo valiente y audaz de Jesucristo. No es alguien que se avergüenza de su fe. No la esconde en lo más íntimo de su conciencia, ni la reduce al espacio de su vida privada y familiar, como algunos laicistas pretenden. Un testigo de Jesús demuestra con hechos su creencia, tanto en los momentos muy personales de su vida, como en su actuación pública: en la política, en la economía, en la universidad, en los medios informativos, en el deporte, en las fiestas, en las diversiones, manifiesta su fe en Cristo, comportándose de acuerdo a su Evangelio.

Necesitamos testigos del Evangelio cuando se lucha por ocupar puestos públicos, tanto en los partidos como en el gobierno. Urgen testigos de Jesucristo en los trabajos más sencillos y en las altas responsabilidades. Si queremos que México progrese y no caiga en crisis tan profundas, necesitamos creyentes auténticos, que demuestren su fe siendo honrados, no corruptos, y sacrificándose por servir a la patria.

La misión de los cristianos, y en particular de los pastores de la Iglesia, es la misma del Bautista y de San Pablo: llevar a todos hacia Jesús. Hacerlo aparecer a El, y que nosotros seamos los menos importantes. Lo que cuenta es que los demás lo acepten a El, se acerquen a conocerlo y encuentren en El la luz, la vida, la esperanza, el perdón, la fortaleza, y no tanto que nosotros adquiramos fama y queramos hacernos los importantes. Nosotros no somos el centro. El centro es Jesús.

Necesitamos además estar dispuestos a dar el testimonio valiente del sufrimiento. Cuantas veces también nosotros nos preguntamos: “¿Qué mal he hecho yo para que Dios me castigue así?”, como si el dolor fuese un castigo o una maldición y no, por el contrario, como nos dice San Pablo: “Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él” (2Tim 2, 11-12); esto es, es “una participación en los sufrimientos de Cristo” (Rm 8, 17), que permite anunciarnos a nosotros también la gloria y la alegría de la resurrección.

El Señor nos necesita para que otros lo conozcan. Hacen falta muchos testigos de Jesús. Se necesitan muchos apóstoles. En vez de hacernos sordos a su llamado, digámosle: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (cf Hebr 10,7). Y ojalá al fin de nuestras vidas podamos decir con el salmista: “He anunciado tu justicia en la gran asamblea; no he cerrado los labios, tú lo sabes, Señor” (Salmo 39).