Domingo de Ramos

Mt 21,1-11: Semana Santa

Autor:  Mons. Felipe Aguirre Franco

 

 

Evangelio: 

 

Cuando se aproximaban ya a Jerusalén, al llegar a Betfagé, junto al monte de los Olivos, envió Jesús a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Vayan al pueblo que ven allí enfrente; al entrar, encontrarán amarrada una burra y un burrito con ella; desátenlos y tráiganmelos. Si alguien les pregunta algo, díganle que el Señor los necesita y enseguida los devolverá”.

Esto sucedió para que se cumplieran las palabras del profeta: ‘Díganle a la hija de Sión: He aquí que tu rey viene a ti, apacible y montado en un burro, en un burrito, hijo de animal de yugo’.

Fueron, pues, los discípulos e hicieron lo que Jesús les había encargado y trajeron consigo la burra y el burrito. Luego pusieron sobre ellos sus mantos y Jesús se sentó encima. La gente, muy numerosa, extendía sus mantos por el camino; algunos cortaban ramas de los árboles y las tendían a su paso. Los que iban delante de él y los que lo seguían gritaban: “¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo! ”.

Al entrar Jesús en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. Unos decían “¿Quién es éste?” Y la gente respondía: “Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”. (Mt 21,1-11) ¡Palabra del Señor! ¡Gloria ti, Señor Jesús!

 

Comentario:

La celebración litúrgica del Domingo de Ramos tiene dos momentos. Se inicia con la bendición de las palmas y la procesión, en memoria de la entrada de Jesús a Jerusalén, y se continúa con la Eucaristía, en que se actualiza el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Todo esto no es sólo evocación del pasado, ni es como un teatro o una escenificación. La liturgia tiene la fuerza de ser una memoria, una actualización, una presencia viva de todo el misterio de Jesús. Por ello, es tan importante que los fieles participen no sólo en lo tradicional, sino sobre todo en las celebraciones litúrgicas.

Jesucristo es Rey y Mesías, y como tal es aclamado por la gente. El merece estos y otros títulos reales y divinos, porque es Dios mismo. Sin embargo, resaltan su sencillez y mansedumbre. No exige que se le reconozcan títulos y méritos. No organiza su propia entrada triunfal, ni gasta cantidades fabulosas para sentirse triunfador.

Su entrada a Jerusalén es pacífica y pobre. No insulta, no ofende, no provoca a la gente para que se vayan contra las autoridades; no utiliza la fuerza, ni la violencia. Quienes lo acompañan no cometen desmanes contra la ciudad, ni contra el resto de los ciudadanos.

Es necesario proclamar públicamente por las calles nuestra fe en Cristo, reconociendo su realeza y su mesianismo. No hay que avergonzarnos de participar en la procesión con las palmas. Pero no es cuestión de juntar gente para dar una demostración de poder social, político o religioso, sino de aclamar a Jesús como nuestro Señor.

Hay que ser coherentes en nuestra fe. Si desde el bautismo prometimos permanecer firmes en nuestra creencia, no hay que ser como las multitudes oscilantes. Hay que demostrar la fe en Cristo en la casa, en lo interior del corazón, pero también en la escuela, en la política, en el deporte, en la economía, en la procuración de justicia, en la elaboración de leyes, en el ejercicio de la autoridad civil.

Al principio de la celebración, se bendicen las palmas y los ramos con agua bendita. Esto no los hace amuletos contra la mala suerte, sino que nos sirven como signos de nuestra fe en Cristo, como dice una de las oraciones: “Aumenta, Señor, la fe de los que tenemos en ti nuestra esperanza y concede a quienes agitamos estas palmas en honor de Cristo victorioso, permanecer unidos a él para dar frutos de buenas obras”.

La procesión con las palmas por las calles actualiza la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Pedimos, en otra oración, se nos conceda “a cuantos acompañamos ahora jubilosos a Cristo, nuestro Rey y Señor, reunirnos con él en la Jerusalén del cielo”.

Hay muchas personas que sufren algo de lo que experimentó Jesús en esta pasión: torturas, burlas, traiciones, envidias, intrigas, calumnias e injusticias. Muchos enfermos sufren un calvario como el de Jesús. Postrados en su lecho de dolor, no pueden moverse, padecen dolores insoportables, y sobre todo soledad y angustia. La pasión de Cristo se perpetúa en los pobres, en los migrantes, en los campesinos e indígenas sin esperanza, en las mujeres golpeadas y violadas, en los hijos abandonados, en los adolescentes y jóvenes incomprendidos, en los presos abandonados. Durante la Semana Santa meditemos en la Pasión de Cristo. Que esta Semana, sea Santa y sea toda la semana.